Jesús Mari Gómez / Jon Ordiozola, 2007
IV.
LA REPRESIÓN
DURANTE LA GUERRA CIVIL.
MODELOS Y DATOS GENERALES
Introducción
En toda guerra, especialmente en una guerra civil, se dan escenarios más allá del propio del campo de batalla, se dan espacios que transcienden más allá del propiamente bélico. Uno de esos es el del control, vigilancia y persecución de aquellas personas o grupos que potencial o realmente podrían suponer un “peligro” para cada uno de los bandos en lucha. Los hoy llamados “daños colaterales” no son sino una consecuencia de la no diferenciación entre combatientes y no combatientes y, en ese sentido, la Guerra Civil española fue un precedente de lo que iba a ser la II Guerra Mundial, el primer gran conflicto moderno donde el número de civiles muertos superó al de los propiamente militares. La represión llevada a cabo durante la guerra de 1936, desarrollada por los dos bandos y de muy distintas formas, tuvo como objetivo eliminar la capacidad de resistencia de aquellas personas, organizaciones e instituciones del bando contrario.
Aunque analizaremos también la represión durante el periodo en que Guipúzcoa estuvo en manos de los republicanos, dedicaremos mayor atención a la ejercida por el bando sublevado, por ser la más intensa, la más duradera en el tiempo y la que mayores consecuencias provocó.
La represión llevada a cabo por el bando rebelde a la República, por los sublevados contra la legalidad republicana, fue concebida, principalmente, con tres objetivos: 1) como instrumento de dominación sociopolítica; 2) como arma disuasoria de una posible respuesta del bando legítimo y 3) como instrumento de aniquilación física de todo lo que representase valores opuestos a los encarnados por los militares sublevados y sus colaboradores. En este capítulo vamos a tratar fundamentalmente las dos primeras modalidades. Para ello, seguiremos básicamente el trabajo de Pedro Barruso Barés; en su obra Violencia política y represión en Guipúzcoa durante la Guerra Civil y el primer franquismo (1936-1945), publicada el año 2005, ha elaborado, además de otros aspectos, un mapa muy completo de las diferentes formas utilizadas por los sublevados para ejercer la represión sobre aquellos guipuzcoanos que se manifestaron neutrales o contrarios a la sublevación militar y no se sumaron a la misma según se iba ocupando el territorio de nuestra provincia.
Antes de entrar en materia, no obstante, queremos poner en cuestión la distinción que muchos historiadores que han trabajado sobre el tema han realizado entre la “represión ilegal” (violenta, feroz y sin ningún control ni autoridad, desarrollada en los primeros momentos de la contienda bélica) y la “represión legalizada”, reglamentada por las nuevas autoridades y por el nuevo estado autoproclamado el 1 de octubre de 1936. Pensamos que tal diferenciación posee cada vez menos sentido (Vega Sombría, 2005, 83). Dos son las razones que nos llevan a sostener dicha afirmación. En primer lugar, la conciencia de que toda la represión llevada a cabo por los militares sublevados y sus órbitas afines era manifiestamente ilegal, ya que respondía a una declaración de Estado de Guerra que sólo podía realizarse por las legítimas autoridades civiles (Presidente de la República o decreto del Gobierno, supervisados siempre por las Cortes) y no, como se produjo, por unos mandos militares que, entre otras, incumplieron su juramento de fidelidad al gobierno constituido y que, además, generaron inseguridad jurídica (no especificaron en ningún momento el periodo de vigencia de una legislación excepcional). De hecho, a pesar de que la guerra acabó propiamente en abril de 1939, el Estado de Guerra continuó formalmente vigente hasta julio de 1948, aunque entonces se indicó que ya no estaba en vigor desde 1946. Aceptar que parte de la acción represora ejercida por el bando sublevado se realizó siguiendo los procedimientos legalmente establecidos (tras la proclamación del nuevo Estado el 1 de octubre de 1936) significaría, de alguna forma, “legitimar” el levantamiento o admitir que la sublevación militar se realizó en base a procedimientos jurídicos o militares legítimos.
En nuestra opinión, una segunda razón es, cuando menos, más significativa. El progresivo conocimiento de los hechos acaecidos en diferentes regiones españolas desde el 17 de julio muestra, cada vez de forma más rotunda, que la utilización extrema de la violencia por parte de los sublevados respondía, entre otros factores, a una consigna explícita de los mandos de la rebelión. Estos preconizaron, desde meses antes de iniciarse el conflicto, en una frase del general Mola mil veces repetida, que había que llevar a cabo una «acción en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo. . .»y, llegados al caso, aplicar «...castigos ejemplares» con el fin de eliminar toda posibilidad de disidencia. No sólo eso, investigaciones sobre Extremadura, Galicia, Segovia, Burgos, Rioja, Navarra o Alava muestran cómo también esa supuesta represión ilegal o espontánea de los primeros meses de la guerra estaba férreamente controlada —con las lógicas excepciones— por las nuevas autoridades, tanto militares como civiles. No existe, por lo demás, una cesura cronológica clara entre los modelos “espontáneo” e “institucionalizado”. En la propia Guipúzcoa conocemos algún caso, el del nacionalista Antonio Murua Arruabarrena (Ordicia) ejecutado a mediados de agosto de 1936 en la población navarra de Echarri-Aranaz, tras ser sometido a un Consejo de Guerra, mientras que, aparentemente otros muchos fueron asesinados a finales de octubre o en noviembre sin haber sido juzgados.
La jurisprudencia punitiva englobó tanto una acción represiva que perseguía con penas de cárcel y de muerte a todos los opuestos al Alzamiento Nacional mediante los Tribunales y Consejos de Guerra, como aquellas disposiciones dirigidas a la penalización material de los seguidores del bando republicano a través de los decretos sobre Incautación de Bienes (1936/37), la ley de Responsabilidades Políticas (1939) y la depuración de los empleados públicos. Aunque nosotros nos vamos a limitar al periodo estrictamente bélico, para entender en su conjunto la magnitud de la violencia y la represión sobre la que se construyó el régimen franquista, hay que prolongar la mirada hasta, como mínimo, finales de los años cuarenta. En efecto, una vez finalizada la guerra, el “nuevo Estado” generó un nuevo corpus legislativo para “defenderse” de una hipotética resistencia interior, supuestamente auxiliada desde el exterior por toda clase de organismos e instituciones: la Ley de Represión del Comunismo, Masonería y Judaismo de 1940 y la Ley de Seguridad del Estado de 1941. Fuera del ámbito “legal” creado por los sublevados, las nuevas autoridades y sus grupos afines, los vencedores de la contienda bélica, aprovecharon su poder para ejercer, además, todo tipo de atropellos sobre los vencidos, atropellos que iban desde humillaciones públicas hasta el ejercicio de “acciones violentas” (más si cabe) que llegarían en algunos casos, incluso, a la muerte.
La represión producida en el bando republicano no respondió a los mismos parámetros, aunque también se produjeron, en respuesta a la actuación del bando rebelde, episodios de gran violencia; fueron actos cometidos por grupos “informales” o ligados a los sectores más radicales del Frente Popular. Las autoridades legítimas, e incluso las surgidas tras el 17 de julio, intentaron, desde un primer momento, con mayor o menos interés y fortuna, detener estas actuaciones, aunque se vieron superadas por la radicalidad y la indignación de ciertos sectores. Después, a finales de agosto, se intentó poner en marcha un aparato judicial y jurídico normalizado, instauración que se vio dificultada por la falta de personal o la escasa preparación de los habilitados para dichas tareas (Godicheau, 2004, 45). En el caso vasco, los tribunales populares republicanos sólo llegaron a funcionar con plena operatividad desde octubre de 1936, y ya en territorio vizcaíno.
La responsabilidad inicial, los diferentes planteamientos y la distinta magnitud de la represión ejercida por uno u otro bando no nos pueden hacer olvidar que las experiencias que sufrieron los sometidos a la justicia o injusticia respectivas podían ser dramáticamente coincidentes. Días de Llamas, la novela que dedicó el escritor Juan Iturralde (1979) a un juez preso en una checa comunista en el Madrid republicano, puede equipararse en calidad y profundidad a Los girasoles ciegos, conjunto de narraciones sobre la represión en el Madrid de abril de 1939 de Alberto Méndez (2005). El periodista republicano Manuel Chaves Nogales, exiliado en 1936 hastiado por lo que veía en ambos bandos, escribió en 1937 A sangre y fuego, otro conjunto de relatos breves en los que se entrecruzaban las barbaridades cometidas en la Andalucía de Queipo de Llano y en la España republicana. El industrial francés Jean Pelletier, preso en la cárcel de Ondarreta, tras la captura del buque Galerna por parte de los franquistas en octubre, escribió tras su liberación, que al salir por primera vez al patio de dicha prisión observó cómo los muros del mismo conservaban manchas de sangre y restos de piel y tejidos humanos (Pelletier, 1937, 52). Un año más tarde, se publicó Tolosa en el Alzamiento Nacional de Simón Ezquiaga que había permanecido preso en la misma cárcel entre finales de julio y comienzos de septiembre. Dudamos mucho que el carlista tolosarra hubiese leído el libro de Pelletier, pero al relatar su paso por Ondarreta, repite idéntica observación:
Efectivamente: la pared frontera a nuestras celdas estaba acribillada de orificios de balas. La mayoría se hallaba a una altura de setenta centímetros del suelo. La sangre de los mártires coagulada, trozos de tejidos salpicados e incrustados en la pared, fragmentos de sesos... en fin un espectáculo realmente trágico.
La represión republicana contra elementos
derechistas y militares sublevados
Una de las tristes ventajas que tenemos los investigadores, o los familiares de los afectados por la represión gubernamental, es la existencia en el bando sublevado, de un esfuerzo continuado, desde los inicios de la sublevación militar de julio de 1936, por llevar a cabo una contabilidad rigurosa de sus compañeros muertos, heridos, detenidos, sometidos a castigos físicos, morales o desprovistos de sus bienes económicos.
Sería, por cierto, bien lamentable que de una revolución tan cruenta, de una cosecha tan riquísima de heroísmos y martirios como antes no se ha dado en nuestra historia y difícilmente se dará en la de país alguno, no se formara el inventario completo. Sería sensible que se perdiera la más pequeña parte de la eficacia de tan poderosos ejemplos, e injusto que cayera en el olvido un solo nombre al que no pudiera ser tributado el merecido homenaje de admiración y gratitud. Claro es que ante Dios no hay héroes anónimos; pero también la Patria y la posterioridad quieren y deben honrar a todos y cada uno de sus héroes.
(Echeandía, 1945, 20)
Ese interés se plasmó, también, en la atención preferente que la nueva administración dedicó a «ex-cautivos, caballeros-mutilados o hijos de los mártires», reservando para ellos multitud de puestos de trabajo o sinecuras de distinta índole. Tras el final del conflicto bélico, las autoridades sistematizaron dicha contabilidad a través de un procedimiento conocido como Causa General. El objetivo de la Causa General era muy simple: ofrecer una relación pormenorizada de los daños personales y económicos que las derechas españolas habían sufrido desde el comienzo de la Guerra Civil y, en algunos casos, incluso, desde la revolución de octubre de 1934. Para ello, se solicitó información a todos los municipios de España a los que se proporcionó una serie de cuestionarios para cumplimentar, y se formó un expediente para cada una de las provincias españolas. En el mismo, amén de detenidos y asesinados, se incluyeron los daños económicos sufridos, de tal forma que es posible conocer de cuántos vasos o sábanas se apropiaron los republicanos entre 1936 y 1939 o cuántas viviendas fueron destruidas. Finalizado el trabajo de recopilación documental, no se publicó más que un resumen, tal vez porque los “blancos” no habían sufrido a lo largo de la contienda lo suficiente como para justificar a su vez la represión ejercida sobre los “rojos”. Los documentos, recogidos en cientos de cajas, permanecieron custodiados en la Fiscalía General de Estado hasta que hace un par de décadas fueron depositados en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. En teoría, ahí debería estar recopilada toda la información recogida sobre la represión republicana. Diversos estudios realizados en estos últimos años, sin embargo, han señalado los errores, reiteraciones y, en general, la tendencia a inflar los datos que ofrece la Causa General.
En el caso guipuzcoano, a esta fuente se unen los diversos libros que, durante el propio desarrollo de la lucha o en la inmediata posguerra, dieron testimonio de lo acontecido durante los meses que el territorio guipuzcoano estuvo en manos de las fuerzas gubernamentales (Carasa, Echeandía, Ezquiaga, Loyarte, Morales, Sainz de los Terreros, Runy y el informe de la Universidad de Valladolid). Son, por lo general, textos que inciden en los sufrimientos padecidos por los partidarios de los militares sublevados, en el carácter malévolo de “rojos” y “separatistas” y que poseen un alto carácter propagandístico, aunque sin llegar al extremo del publicista francés André Zwingelstein (1936, 223) que llegó a escribir que veinte jóvenes de Tolosa, pertenecientes a las mejores familias de la villa, fueron violadas durante cuatro días por los milicianos que regresaban del frente, o a las de Pérez Madrigal (1936, 8), un exradical socialista que para congraciarse con sus nuevos aliados de la extrema derecha subrayó que el bando gubernamental había quemado vivos a varios presos, descuartizado un sacerdote, cortado los senos a una doncella y colgado de un hierro a niños andaluces.
Pese a estas circunstancias, y combinando esas fuentes con las diversas investigaciones de los historiadores vascos, podemos contabilizar con relativa facilidad lo sucedido y sufrido durante el verano de 1936 en Guipúzcoa. Resulta más complicado, como en el caso republicano, dar cuenta de los rostros de víctimas y verdugos, mostrar la psicología de la violencia, los ritos de la detención, la entrada en prisión, juicios, paseos y fusilamientos o el clima de angustia vivido por los familiares y los propios protagonistas. Tampoco es sencillo explicar, utilizando las palabras de Ledesma Vera (2003), cómo se aprende a matar o cómo, aún siendo una minoría los que empuñaban las armas con dicho fin, contaban con la protección, el apoyo y el encubrimiento por parte de un importante sector social.
Una de las primeras consecuencias de la sublevación militar fue el desplome de las instituciones republicanas, en esos primeros momentos superadas por el dinamismo de las masas izquierdistas. Inmediatamente después del alzamiento, y durante las primeras semanas de confrontación, dichas instituciones fueron sustituidas por juntas o comités locales de defensa. En el caso guipuzcoano, la Junta de Defensa se creó el 27 de julio de 1936 y durante su ejercicio efectivo, hasta mediados de septiembre, quedaron supeditadas a la misma las demás instituciones y órganos de poder de la provincia, incluidos los prácticamente desaparecidos órganos judiciales. Pero, como hemos comentado, carecía de la capacidad de control suficiente como para impedir la actuación autónoma de anarquistas, comunistas y grupos sin una afinidad política clara, que aprovecharon el caos de esos primeros momentos para realizar su propia política represiva: incautaciones, robos en establecimientos y viviendas, detenciones de derechistas... Poblaciones como Irún, Mondragón, Tolosa, Deva o Escobaza se significaron por el alto número de detenciones producidas. Junto a los detenidos locales, muchos veraneantes de la costa guipuzcoana también fueron sometidos a arrestos domiciliarios o encerrados en cárceles provisionales; y varios buques de guerra extranjeros comenzaron a aproximarse a la costa vasca con el fin de auxiliar a sus compatriotas en previsión de posibles excesos. Cálculos aproximados sitúan en torno a 800 las personas detenidas en Guipúzcoa hasta mediados de agosto, de ellas 472 recluidas en la prisión de Ondarreta, 168 en el Kursaal y otras 100 en Guadalupe (Barruso, 1996a, 158). Un número indeterminado de presos fueron trasladados desde el valle del Deva a cárceles de Bilbao.
El sentimiento que generó esta actuación en los detenidos queda expresado de forma muy gráfica en el siguiente texto del tradicionalista tolosarra Simón Ezquiaga, preso, primero en Tolosa, luego en Ondarreta y finalmente en Bilbao:
cuando paramos en el trayecto a San Sebastián porque nos ahogábamos, las sucias mujerzuelas se amotinaban y nos querían matar. En Ondarreta, el gran cordón de salvajes, con ojos de hiena, acecha con ferocidad e insulta. Somos corderos acumulados en grave silencio. .. Los frente-populistas blasfeman, destilan odio por sus bocas y sus ojos. Cada uno de los tipejos asquerosos nos mira como eligiendo su víctima, en nuestra violenta entrada a Ondarreta. Los tiranos «manda-más» son incapaces de frenar los ímpetus canallescos y rastreros de la plebe, y ésta tira golpes a diestro y siniestro, confundiéndose con los condenados. Al nuevo suplicio suenan bofetadas y otros excesos de los chulos (...) amenazando volverían a segar nuestras vidas; y a beber nuestra sangre. ¡Locura de sanguinarios!
(Ezquiaga, 1938)
Pedro Barruso ha distinguido tres tipos de violencia en esta fase, la “Justicia Espontánea”, la “Justicia Revolucionaria” y la “Justicia Popular”. La justicia espontánea encontró su mejor exponente en los asaltos a la cárcel de Ondarreta y en las matanzas de presos derechistas de Tolosa, Guadalupe, San Sebastián y Azcoitia. Antes, el 20 de julio, se había producido ya la muerte del secretario del Círculo Carlista de Rentería, José María García Fuentes[15] (otras 150 personas murieron hasta finales de mes, la mayor parte de ellas en San Sebastián). Se trataba de acciones incontroladas que obedecían a la impotencia y frustración generadas por el avance de las fuerzas sublevadas y a las muertes causadas por las mismas en los bombardeos aéreos y navales contra la población civil. Fue en la capital, en localidades en las que las fuerzas de izquierda tenían importancia o en aquellas en las que se dieron patrullas de anarquistas o comunistas (Hernani, Irún, Deva y Mondragón) donde se produjeron más casos de detenciones, donde se llegó, en algunos casos, a la ejecución de personas consideradas afectas al levantamiento, donde se asaltaron sus propiedades e, incluso, se atacaron bienes e inmuebles eclesiásticos.
En este punto hemos de comentar que estos ataques al estamento eclesiástico y sus bienes no se produjeron en la geografía guipuzcoana, ni en el conjunto de las provincias vascas, con la intensidad y violencia con que se produjeron en el resto de la península. Sólo murieron 4 religiosos en Guipúzcoa. El primero de ellos fue el cura ecónomo de Pasajes, Felipe Goena, asesinado el 27 de julio[16]. Le siguieron el mercedario Ricardo Vázquez, preso en Ondarreta, el 30 de julio; el sacerdote auxiliar de Icíar, José María Alcíbar, asesinado por un grupo anarquista el 10 de agosto y el sacerdote eibarrés Eulogio Ulacia, muerto el 4 de septiembre. En el País Vasco murieron un total de 45 sacerdotes y religiosos a manos republicanas. Varias iglesias, conventos y colegios religiosos fueron utilizados como cuarteles, cárceles y almacenes, pero en la mayor parte de las poblaciones los oficios religiosos se celebraron con relativa normalidad. Muchos sacerdotes vistieron ropa de seglar como medida de seguridad.
Los sucesos más graves del periodo republicano se produjeron en San Sebastián donde, tras haber asesinado al gobernador militar León Carrasco, un grupo comunista asaltó la cárcel el 30 de julio, ejecutando a 53 personas, la mayor parte de ellas militares. Para entonces, las fuerzas reaccionarias se encontraban ya en las inmediaciones de Tolosa, donde un Comité Revolucionario se hizo con el poder el 31 de julio, desplazando a nacionalistas y republicanos[17]. Aunque por acción de los nacionalistas, muchas de las personas detenidas fueron puestas en libertad, aquella misma noche catorce detenidos, todos de filiación tradicionalista, fueron trasladados a la capital y fusilados en el Paseo Nuevo. A raíz de aquel suceso, nacionalistas, republicanos y algunos socialistas consiguieron que se pusiese fin a los desmanes. Aunque las matanzas de presos se detuvieron (tan solo volvieron a producirse en los últimos momentos de la contienda en el territorio, protagonizadas por grupos de milicianos en retirada) las acciones irregulares, más o menos aisladas —asesinatos, incautaciones, requisas, etcétera— siguieron produciéndose. Así, por ejemplo, según el nacionalista Felipe Múgica, un grupo que utilizaba los alrededores del Puente del Hierro del ferrocarril del Norte para sus ejecuciones, tenía su sede en el convento de los franciscanos de Atocha.
Allí estaban unos individuos indeseables, desarrapados cuya sola presencia me hizo pensar que si nuestra causa estaba encomendada a tales sujetos, era preferible que vinieran los fascistas (Gamboa-Larronde, 2006, 407).
Los siguientes episodios de especial gravedad se produjeron en el mes de septiembre, coincidiendo con la caída de Irún, y tuvieron sus focos principales en la prisión del fuerte de Guadalupe en Fuenterrabía. El fuerte de Guadalupe había comenzado a ser empleado como prisión desde los primeros días de la guerra, desde el día 24 de julio, fecha en que fueron trasladados al mismo los detenidos en Fuenterrabía, a los que se unieron los de Irún y los enviados desde San Sebastián a finales de agosto. Por otra parte, era uno de los objetivos militares de las tropas sublevadas, como pone de manifiesto que fuera bombardeado por los buques Almirante Cernerá y España, pertenecientes a la flota rebelde, desde mediados de agosto. Como represalia a estos bombardeos y a los ataques de los sublevados, el día 19 de agosto se condenó a muerte a trece presos del fuerte, aunque sólo 6 fueron fusilados. El 5 de septiembre, los nacionalistas que custodiaban el fuerte lo abandonaron, pero su responsable, el nacionalista José Múgica, con arreglo a las instrucciones recibidas del PNV, ordenó la apertura de las puertas de aquella prisión. La mayor parte de los detenidos aprovecharon la libertad que se les brindaba, ocultándose en los caseríos de los alrededores de Fuenterrabía; los menos se negaron a salir, por temor de ser objeto de agresiones de los elementos extremistas en su retirada[18]. En medio de una gran confusión, al poco tiempo llegó un grupo de milicianos anarquistas, que, en momentos de gran tensión —algunos de los detenidos les ofrecían dinero a cambio de su redención (Runy, 1938)— fusilaron a una decena de presos, antes de huir hacia San Sebastián. A la llegada de los “nacionales”, en el interior del fuerte fueron apresados cinco milicianos y fusilados inmediatamente.
La confusión creada por unos combates que se desarrollaban en ocasiones sin unos frentes definidos llevó a que se produjesen episodios extraños, como el ocurrido en Lezo, donde 4 personas, aparentemente simpatizantes del nacionalismo vasco murieron el 29 de julio. Se trataba de María Oyarzabal Lecuona de 48 años que presentaba heridas de machete, y sus hijos Domingo Usabiaga Oyarzabal, de 24; Crisóstomo, de 21 y Sebastián de 17, los tres con heridas de armas de fuego. Según la declaración realizada para la Causa General en 1941 por Francisco Usabiaga, viudo y padre de los fallecidos, el día de las muertes salieron del caserío en que habitaban por haber oído unos disparos y allí mismo perdió el contacto con sus familiares. Todos los indicios, dadas las fechas, apuntaban a algunos milicianos que pasaban por la zona[19]. El caso de Lezo es, tal vez, el mencionado por Pío Baroja, cuando afirmó que los militantes de la CNT habían amenazado a muchos campesinos e incluso les habían disparado. En opinión de Baroja,
lo que pasa es que esta gente de la CNT que anda por estas tierras vascas son gallegos, asturianos, navarros de la Ribera y aragoneses, los cuales se nota que sienten odio por el país (2005, 80).
Mientras tanto, la Junta de Defensa de Guipúzcoa, a través del Comisario de Guerra, había instaurado lo que Barruso denomina la “justicia revolucionaria”, esto es, la utilización de tribunales mixtos, cívico-militares, constituidos de forma más o menos irregular, para juzgar a los militares rendidos en Loyola y a algunos paisanos, encarcelados todos ellos en la prisión de Ondarreta. El 14 de agosto, tras un bombardeo naval, fueron juzgados y ejecutados 8 militares, y otros 7 el día 19, tras una nueva acción de la flota rebelde. Los intentos de los nacionalistas y, en especial, del diputado y futuro ministro Manuel Irujo, para evitar los fusilamientos fueron inútiles. El último proceso contra implicados en la sublevación que se celebró en San Sebastián tuvo lugar el día 26 de agosto. En él fueron juzgados el general Musiera y el teniente coronel Baselga, ambos condenados y ejecutados el día 27 de agosto de 1936.
La Comisaría de Orden Público, por su parte, en manos nacionalistas, centró su actuación en intentar garantizar la vida de los derechistas y la defensa del culto católico. De hecho, muchas de las detenciones realizadas en el mes de agosto tenían como objetivo asegurar que dichas personas no fueran sacadas de sus domicilios por patrullas de incontrolados. Se procuró, asimismo, que no se repitiesen situaciones como las de los asaltos a las cárceles de Ondarreta o Tolosa, y se consiguió acabar, tras múltiples esfuerzos y varios cambios de comisarios, con las actuaciones incontroladas de diversos comités y juntas de defensa locales, que se habían hecho cargo de las labores de mantenimiento del orden y que llevaban a cabo detenciones de líderes derechistas locales, registros domiciliarios, etcétera, muchas veces no justificados. Con la constitución, en virtud de dos decretos de los días 23 y 25 de agosto de 1936, de los Tribunales Especiales contra la rebelión, la sedición y los delitos contra la seguridad exterior del estado, la Junta de Defensa de Guipúzcoa perdió sus competencias, iniciándose la fase de la “justicia popular”. Aunque no sabemos si responde estrictamente al cambio legal o a una actuación espontánea, un Tribunal Popular, de efímera existencia, juzgó y ordenó la ejecución, en los días previos a la evacuación de la capital, de 22 personas; entre ellas se encontraban Víctor Pradera y su hijo Javier, Jorge Satrústegui y Pedro Soraluce.
En ese momento, durante los últimos días “republicanos” de la capital donostiarra se repitieron los esfuerzos para que se evitasen hechos como los recientemente ocurridos en el fuerte de Guadalupe. Así, los presos fueron embarcados y conducidos a Bilbao de manera simultánea a la evacuación de las tropas de San Sebastián el día 8 de septiembre. Mientras que algunos de ellos fueron asesinados en los asaltos a los buques-prisión y a las cárceles de Bilbao, en enero de 1937, otros fueron juzgados por el Tribunal Popular de Euzkadi, siendo condenados a penas diversas. Y otros muchos no llegaron a ser juzgados, permaneciendo encarcelados hasta la ocupación de Vizcaya por las tropas nacionales en el verano de 1937, siendo entonces liberados gracias a la actuación de militantes nacionalistas, unos en Bilbao y otros en Trucíos (Garasa, 1938, 323).
Según la Causa General, durante el control “republicano”, murieron un total de 343 personas en Guipúzcoa, no todas habitantes de la provincia (entre las víctimas se contabilizan los guipuzcoanos fallecidos en Bilbao durante los asaltos ya citados). El sacerdote José Echeandía, que también sufrió cautiverio, señaló que no podía precisarse de modo exacto el número de asesinatos cometidos en San Sebastián por los republicanos, pero que se podía cifrar en unos trescientos (Echeandía, 1945, 267). Las últimas averiguaciones (Egaña, 1998) las reducen a 280. La presencia de veraneantes y la importante población flotante en la provincia de Guipúzcoa en esas fechas provoca esa disparidad en los datos. La misma lápida conmemorativa que se colocó casi inmediatamente en el cementerio donostiarra de Polloe dejaba traslucir la falta de informaciones concretas.
De Julio a Septiembre de 1936, durante la dominación de la ciudad por los elementos del Frente Popular y sus adeptos, se cometieron en esta plaza multitud de asesinatos en personas, algunas de ellas ilustres, de San Sebastián, que están enterradas en este cementerio.
La violencia que vivió Guipúzcoa durante estas fechas no fue la cima del enfrentamiento militar, ni la manifestación espontánea de la confusión de la época revolucionaria. Para Ledesma Vera (2003) la utilización de la violencia no fue en todos los casos la continuación de la existente en el periodo republicano, sino la consecuencia del vacío de poder causado por los militares al sublevarse. Ese vacío de poder trajo consigo la ruptura del monopolio de la utilización de la fuerza y esa circunstancia abrió las puertas a la revolución y a la violencia colectiva. La violencia, en opinión de este historiador, no fue la razón de la guerra, sino consecuencia y expresión de la sublevación militar. El fracaso del intento, por otra parte, abrió las puertas de la guerra civil, reduciendo a dos bandos la pluralidad organizativa existente con anterioridad. La ausencia de poder fue, por lo tanto, la condición indispensable para que las otras características que dinamizaron e impulsaron el uso de la violencia encontrasen las puertas abiertas. Entre las mismas se encuentran los conflictos sociales de la época republicana, las luchas por el control del poder local y la resistencia mostrada a los intentos revolucionarios. Este tipo de violencia está relacionada con la que también apareció en las revoluciones francesa y rusa, pero no estuvo ni organizada, ni promovida por el poder. Así, cuando el estado republicano pudo reorganizarse y consolidarse, este tipo de violencia retrocedió, aunque en el caso de Guipúzcoa esta circunstancia llegó tarde. La violencia revolucionaria, por lo tanto, ni formaba parte del sistema, ni tenía el amparo o el impulso de las autoridades legales. No era resultado de un estado totalitario, sino de la ausencia del Estado.
La “otra” represión franquista:
incautaciones, multas, etcétera
...creen que todos los crímenes que se han cometido en nuestro país y que se trata de juzgar y sancionar por esta justicia inicial han sido debidos exclusivamente a la pasión política, y esto no es cierto, la mayoría de ellos han sido hijos de impulsos bastardos, de envidias y venganzas personales, de malquerencias anteriores y casi todos han sido inspirados por un bajo espíritu de odio, de represalia, que nada tiene que ver con la pasión política que puede ser noble y grande[21].
A los pocos meses de producirse la sublevación militar contra la República, la práctica totalidad del territorio de Guipúzcoa se encontraba en manos de los sublevados. Éstos, desde el primer momento, pusieron en marcha una estrategia y una maquinaria represivas que, además de eliminar físicamente al vencido y así “limpiar” la retaguardia, generó un corpus legislativo sui generis que privaría de libertad, de bienes y de medios para sobrevivir a los vencidos. Se trataba, en última instancia, de eliminar toda posibilidad de disidencia. Estos procesos represivos llegaron a afectar a todos los estratos de la sociedad, en un esfuerzo por su depuración, ya que, en definitiva, pretendían la reeducación de la población en los valores tradicionales. En esta acción, además del ejército —en cuyas manos recayó el mantenimiento del orden y la administración de justicia— jugaron un papel destacado la Iglesia Católica y las organizaciones situadas en la órbita de la sublevación. Los informes de párrocos, alcaldes y comités locales de Comunión Tradicionalista y de Falange Española eran piezas básicas de este aparato represor. Todos ellos colaboraron, en mayor o menor grado, en acciones punitivas, fusilamientos y ejecuciones, pero también en la elaboración de “listas negras”, incautaciones, multas, cese de empleados, exilios, humillaciones públicas, etcétera. Aunque en muchos casos no existan testimonios que permitan reconstruir lo vivido, y sufrido, durante la guerra de 1936 y la posguerra y dictadura siguientes, buena parte de la población guipuzcoana fue víctima directa o indirecta (sus hijos, esposas, padres, etc.) de la “otra” represión franquista.
Aunque no faltaron simpatizantes del bando sublevado que trataron de aminorar las consecuencias de la represión, no eran los casos más abundantes. Guipúzcoa vivió, como otras muchas provincias, aunque con menos muertes, un régimen de opresión y terror, donde nadie se sentía seguro. Como señaló el padre escolapio Justo Mocoroa, que tuvo que exiliarse a finales de 1936, tras permanecer semioculto en Tolosa y Pamplona varios meses:
Desbordados completamente los jefes por los subalternos y por la gentuza armada nada valen las recomendaciones, ni las promesas, ni siquiera los salvoconductos oficiales. (...)
No ha sonado una voz compasiva en nombre de la caridad cristiana. Por todas partes se percibían en cambio incitaciones a la venganza y al exterminio. Destacan (los periódicos) Arriba España y Unidad.
(Gamboa-Larronde, 2006, 11 eta 114)
Un teniente de requetés, Ignacio Arrieta, que desertó a Francia en agosto de 1937, comentó que los requetés eran «fieras sedientas de sangre humana. El espíritu que los anima se condensa en estas frases que se oyen en cada momento: “hay que matar a todos los rojos, a todos los nacionalistas vascos y simpatizantes, a todos los sospechosos”» (Gamboa-Larronde, 2006, 166). Un año antes, cuando falangistas y carlistas navarros tomaron la población de Gaztelu el 24 de julio de 1936, ya anunciaban su propósito de exterminar a los estatutistas, «a esos vascos» (Gamboa-Larronde, 2006, 148). Dos días más tarde, al ocupar Atáun, estuvieron a punto de fusilar a dos niñas que se negaron a levantar el brazo en alto, y a quemar su casa, lo que se evitó por la intercesión de un sacerdote. Estos mismos voluntarios fueron los que llevaron a cabo numerosos saqueos, detenciones y ejecuciones en Tolosa, una vez ocupada la villa papelera. Según el testimonio de la tolosarra Ignacia Marquet, que pudo salir hacia Francia gracias a la ayuda de su paisano, el expresidente de la Junta de Guerra Carlista de Guipúzcoa José Arámburu, «los tradicionalistas rezuman odio contra los nacionalistas» y aunque el comandante militar detuvo a los causantes de asesinatos, los requetés presionaron para que los detenidos por ejecuciones irregulares saliesen en libertad (Gamboa-Larronde, 2006, 337). En Pasajes, tomado por los rebeldes el 13 de septiembre, un capellán requeté trató de tranquilizar al párroco Gelasio Arámburu señalándole que no iban a matar a todos los nacionalistas, «únicamente a los dirigentes» (Gamboa-Larronde, 2006, 514). Aquellos religiosos que predicaban la caridad eran considerados sospechosos de nacionalismo y podían ser objeto de persecución. Aquellas personas derechistas agradecidas a la protección recibida por parte, especialmente, de los nacionalistas durante el periodo de dominación republicano que intentaron manifestar su simpatía por los mismos, tuvieron que enmudecer cuando la prensa emprendió una campaña furiosa contra los nacionalistas vascos, asegurando que estos tenían la culpa de cuantos males estaban ocurriendo en el país.
Los casos más extremos de la represión franquista son, obviamente, los relacionados con la muerte de aquellas personas que, por diferentes causas se enfrentaron o no apoyaron al bando sublevado. A ellos vamos a dedicar una atención especial en el capítulo siguiente, pero consideramos necesario insistir en que la acción intimidatoria de los militares rebeldes y de sus acólitos no se limitó a la “represión en caliente” o a la derivada de los numerosos consejos de guerra que se llevaron a cabo contra los leales al régimen constitucional vigente. Si durante los primeros años tras la muerte de Franco, los escasos estudios que tenían como objeto la represión franquista se orientaron al estudio de fusilamientos y ejecuciones sumarias, a partir de 1^90 se publicaron los primeros estudios que mostraban la multiplicidad de vías seguidas por los sublevados para conseguir el sometimiento de la población conquistada (Alvaro Dueñas, 1990, 1994, 1996; Mir 1994). En el caso guipuzcoano, Pedro Barruso (2005) le ha dedicado un estudio exhaustivo.
La ocupación de San Sebastián y de la casi totalidad del territorio guipuzcoano coincidió, precisamente, con la elaboración del primer esqueleto “jurídico” que sistematizó la actuación de los sublevados. San Sebastián sería, además, una de las primeras capitales de provincia que cayó en manos franquistas tras una resistencia prolongada y ejemplo, por lo tanto, de lo que esperaba al resto de la España republicana.
El día 15 de septiembre de 1936, en el primer número del tradicionalista La Voz de España, diario que suplantó al republicano La Voz de Guipúzcoa, se reproducía el bando del 28 de julio de 1936 mediante el cual la Junta de Defensa Nacional declaraba el Estado de Guerra, con lo que la justicia se supeditaba al Código de Justicia Militar. El Decreto 108, de 13 de septiembre, de la Junta de Defensa Nacional ilegalizó todos los partidos que se habían mantenido fieles a la legalidad republicana, convirtiéndose el “nuevo Estado” en administrador y titular de los bienes incautados a dichas organizaciones y a los miembros de las mismas. Con la instauración del “Estado español” en las localidades que iban siendo ocupadas, instauración localmente personificada en el nombramiento de nuevas autoridades de entre los leales al levantamiento, encuadrados en filas de las organizaciones afines a la sublevación, se dio inicio a la sistemática persecución del derrotado y a la aplicación de una justicia punitiva. Los mecanismos necesarios para ello se generaron tras la constitución de la Junta Técnica del Estado, el 1 de octubre de 1936, momento en el que asistimos a la implantación del corpus legislativo desarrollado por el “nuevo Estado” con intención de reglamentar la vida tras la victoria.
Desde el primer momento tras la ocupación de Guipúzcoa, como en otras provincias, la represión franquista se orienta en dos direcciones. La primera, hacia la detención y, en su caso, ejecución de los sospechosos de simpatizar o de militar en las filas republicanas o nacionalistas. Para ello se elaboraron listas de “desafectos” que podían incluir a todas aquellas personas que:
Actuaron en las diferentes comisarías creadas durante el dominio rojo-separatista.
A partir de octubre de 1934 hubieran desempeñado cargos directivos, o actuado como asesores políticos en las organizaciones políticas integrantes del Frente Popular y del nacionalismo vasco.
Habían desempeñado cargos similares en las asociaciones inspiradas por las aludidas organizaciones.
Se levantaron en armas contra el ejército español.
Fueron proclamados candidatos a Diputados a Cortes por los aludidos partidos en las elecciones de febrero de 1936.
Hicieron públicamente campaña a favor de los dichos partidos o de sus candidatos.
Fueron designadas, por los aludidos candidatos, como apoderados en las dichas elecciones así como los que en su representación actuaron como interventores en las mesas electorales. Protegieron a los partidos políticos integrados en el Frente Popular y del nacionalismo vasco, especialmente mediante aportaciones económicas.
A partir de febrero de 1936 hubieran desempeñado cargos públicos en representación de los aludidos partidos.
A partir de 1934, hayan figurado como afiliados a los dichos partidos.
La segunda dirección se orientó hacia la incautación de bienes muebles e inmuebles, efectos y documentos etc. de los partidos y organizaciones leales a la república y de sus militantes. En primera instancia, fueron la Junta Carlista de Guerra o los nuevos Ayuntamientos quienes pusieron en marcha estas medidas que solían ir acompañadas, en muchas ocasiones, de la quema pública del material propagandístico y de bibliotecas (cuando no se apropiaban de sus fondos). Así, el decreto 108, de 13 de septiembre de 1936, no supuso sino la “legitimación” de lo que “de facto” ya se estaba llevando a cabo con relación a los bienes de particulares, de organizaciones políticas y de dirigentes de las mismas, tras la ocupación por las tropas facciosas de las diferentes localidades. Junto a todo ello, las que podemos denominar incautaciones encubiertas, extorsiones disfrazadas de aportaciones “voluntarias” a las numerosas suscripciones impulsadas por los diferentes organismos que apoyaban la sublevación: las nuevas autoridades requerían a los considerados “desafectos” que financiasen los gastos originados por el conflicto con “contribuciones” en metálico o en especie que destinaban supuestamente al suministro de las tropas y que, por supuesto, nunca fueron abonadas.
Por otra, también se vieron afectadas aquellas personas que habían huido al extranjero, aquellas que, ante el avance de los militares sublevados y sus aliados y por temor a las represalias que pudieran sufrir, lo abandonaron todo partiendo al extranjero. A raíz de los sucesos de Beasain (finales de julio de 1936) el éxodo de población comenzó a ser una constante ante la proximidad de las tropas. Las evacuaciones de poblaciones como Andoain, Fuenterrabía, Hernani o San Sebastián, entre otras, que vieron como su población se reducía a menos de la mitad, pusieron de manifiesto el temor de los guipuzcoanos ante la llegada de los rebeldes. Muchos de ellos se dirigieron al País Vasco Norte y un importante sector marchó a Cataluña, continuando allí la lucha contra el bando nacional hasta su definitivo éxodo en febrero-abril de 1939. Lo que inicialmente se pensaba iba a ser un breve exilio, bien por motivos de militancia política, bien por el cierre de las fronteras, que llevaron a cabo las nuevas autoridades, imposibilitando la vuelta, para muchos se convirtió en una larga estancia fuera de Euskadi. La permanencia en el extranjero fue considerada como muestra de “desafección”, y, por lo tanto, motivo de procesamiento en base a las leyes represivas puestas en marcha por el régimen. Los por ello acusados podían ser juzgados en Consejo de Guerra o ser sancionados enrolándolos en las filas del ejército nacional o siendo enviados a un batallón de trabajadores. A estas sanciones se podían sumar la depuración laboral o el ser relegado a la hora de optar a un puesto de trabajo. De este modo, el Franquismo convirtió el miedo al conflicto, que movió a exiliarse a gran parte de los guipuzcoanos que abandonaron la provincia, en un delito que a no pocos les supuso una severa condena.
Estas actuaciones sancionadoras, estas incautaciones más o menos encubiertas, fueron sistematizadas por la promulgación el 10 de enero de 1937 del decreto que creaba la Comisión Central de Incautación de Bienes. El objeto de dicha Comisión era actuar contra las organizaciones comprendidas en el citado decreto 108 y contra aquellas personas que se opusiesen al triunfo del Movimiento Nacional. El 26 de enero se creó la Comisión Provincial de Incautación de Bienes de Guipúzcoa (CPIB) con lo que se oficializaba o reglamentaba, como decíamos, lo que hasta entonces se venía realizando “de facto”. La incautación de bienes tenía varios objetivos: castigar a los adversarios políticos, despojarles de sus bienes, abortar cualquier voluntad de resistencia y, por último, recaudar fondos para sufragar los costes de la guerra (Vega Sombría, 2005, 153).
La instrucción de expedientes comenzó en abril de 1937. Si se consideraba que una persona estaba incursa en alguna causa contra el Movimiento Nacional, la Comisión procedía a abrir el expediente e instruir el mismo tratando de constatar la existencia de bienes del expedientado, recabando información en todas aquellas instancias posibles. Tras la instrucción, el juez presentaba un informe en el que se pronunciaba sobre el caso. Éste era remitido por la CPIB a Burgos, donde el general jefe de la región militar determinaba, en el caso de imponer una sanción, la cuantía de la misma a la vez que se decretaba el embargo de los bienes del expedientado.
Inmuebles urbanos, propiedades rurales (caseríos, terrenos de labor, pinares...) establecimientos industriales, cuentas bancarias o valores fueron los principales bienes incautados. Los bienes de todas aquellas personas encausadas, sometidas a procedimientos o los de aquellas que los habían abandonado en su éxodo o huida era inventariados, y después embargados. Eran las nuevas autoridades las encargadas de administrarlos, como medio de financiación del nuevo Estado, con la finalidad de poder hacer frente a los gastos de la contienda e incluso para compensar a sus partidarios por las pérdidas que hubieran podido sufrir, o cediéndolos en arriendo a adictos o refugiados llegados de la zona no liberada (quedaba a beneficio de la Comisión un 15 % de la de la renta percibida). Esta labor fue asumida en la mayor parte de los casos por los Ayuntamientos. La actuación de la Comisión de Incautación de Bienes de Guipúzcoa arroja, según datos publicados en el Boletín Oficial de Guipúzcoa, y analizados extensamente por Pedro Barruso, un total de 2.481 personas expedientadas, y la incautación y administración de un elevado número de casas, propiedades, fábricas, terrenos y acciones. La propia Comisión estimó en más de 4.000 los expedientados entre 1937 y 1939, y su incidencia se dejó sentir en 76 municipios guipuzcoanos. Sus operaciones ascenderían a más de 7.000.000 de pesetas. La Comisión, aunque prolongó su actividad hasta el mes de febrero de 1940, finalizó sus tareas con la entrada en vigor de la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, siendo las causas instruidas transferidas a los Tribunales de Responsabilidades Políticas. La realidad sociológica guipuzcoana, con un amplio sector acomodado situado en el bando republicano —afectado por lo tanto, por la legislación franquista— provocó que el número de procesados y de propiedades a administrar fuese verdaderamente elevado. Ello imposibilitó materialmente su tramitación: en el momento del traspaso tramitaba en torno a 4.000 expedientes, administraba más de cien fincas urbanas en San Sebastián y cuatrocientas en la provincia, a lo que hay que añadir cerca de dos mil fincas rústicas y cien créditos hipotecarios. Finalmente, casi 2.000 expedientes fueron heredados por el Tribunal Regional de Responsabilidades Políticas con sede en Pamplona.
La Ley de Responsabilidades Políticas supuso la culminación de las medidas que se fueron aplicando desde el inicio de la sublevación militar, ya que las completaba, sin anularlas. Todas aquellas personas que incurrían en una serie de supuestos que se extendían desde haber sido condenado por un tribunal militar hasta haber permanecido en el extranjero más de dos meses sin autorización, pasando por haber ostentado cargos en las organizaciones políticas o sindicales ilegalizadas en septiembre de 1936 o haberse opuesto de forma activa al Movimiento Nacional, podían ser sometidas a la jurisdicción de estos tribunales especiales, gracias al carácter retroactivo de la ley. Se trataba de juzgar actitudes y actuaciones completamente legítimas en el régimen republicano, en un intento por legitimar la sublevación al presentarla como un mal necesario: todos aquellos que desde octubre de 1934 hubieran apoyado al régimen republicano en alguno de los múltiples supuestos recogidos en la ley podían verse incursos en la apertura del correspondiente expediente. Esto provocó que el número de afectados por la aplicación de dicha ley se multiplicase.
Esta multitud de acusados nunca se presentarían ante el estrado, ante un tribunal, sino que, en su defensa, debían redactar un pliego de descargo, siempre apoyado por “avales” firmados por, generalmente, elementos afines al régimen. Los tribunales, tras estudiarlos, calificarían las responsabilidades de cada procesado como graves, menos graves o leves, e impondrían las correspondientes sanciones en función de la calificación de los hechos. Estas no solían ser penales. Los castigos eran penas civiles: penas restrictivas de actividad (inhabilitaciones para determinados puestos o trabajos), limitadoras de libertad de residencia (extrañamiento, relegación a posesiones africanas, confinamiento o destierro) y, sobre todo, económicas, que podían oscilar entre la pérdida total de los bienes, la incautación de unos determinados o la imposición de una multa de mayor o menor cuantía.
En lo que se refiere a Guipúzcoa, en septiembre de 1941, el Tribunal de Responsabilidades Políticas de Pamplona tenía abiertas 1.832 causas. Entre las sanciones que contemplaba la Ley de Responsabilidades Políticas, las más aplicadas en la provincia fueron económicas, seguidas de las referidas a la limitación de la libertad de residencia y las inhabilitaciones; iban dirigidas, en la mayor parte de los casos, contra personas de militancia nacionalista. Así, fueron 19 los procesados a los que se les condenó a la pérdida total de sus bienes (en la mayoría de los casos, personas que se encontraban en el exilio); las sanciones privativas de libertad de residencia no fueron numerosas.
En octubre de 1943, estaban pendientes de inicio más de nueve mil causas; la gran mayoría nunca llegarían a iniciarse. Por dos razones. En primer lugar, la inmensa cantidad de expedientes instruidos: la multitud de informes demandados con el fin de establecer cuáles eran los antecedentes y los bienes de los procesados generaron que la instrucción de los expedientes se alargase en el tiempo y que, llegado el momento de la reforma de la jurisdicción, el número de los expedientes pendientes de instrucción fuera superior al de los instruidos y, por supuesto, al de los resueltos. La segunda razón fue una reforma legal que redujo los motivos por las que una persona podía ser encausada.
Aunque desde abril de 1945 la ley estaba derogada y buena parte de los procesados vieron cómo sus expedientes eran sobreseídos (como dato, cuando menos anecdótico, muestra de la arbitrariedad en la actuación de las autoridades franquistas, el caso de José Antonio Aguirre, el lehendakari del Gobierno Vasco, que fue indultado en febrero de 1966, casi seis años después de su fallecimiento), la supresión definitiva de la misma no se produjo hasta noviembre de 1966; durante treinta años, las autoridades franquistas se valieron de, como decíamos, un cuerpo legal ad hoc con el que legitimar toda actuación represora contra aquellos que se habían mantenido, desde el mismo momento de la sublevación militar, fieles a la legalidad republicana.
Pero, la maquinaria franquista represiva no se redujo a ejecuciones y muertes extrajudiciales, a detenciones, a la instauración de la Comisión de Incautación de Bienes o a la jurisdicción especial que supuso la Ley de Responsabilidades Políticas. Un decreto de 15 de septiembre de 1936 declaraba ilegal la masonería y consideraba “rebelde” a toda persona perteneciente a ella, lo que podía acarrear —dado que se había declarado el estado de guerra— ser procesado por la autoridad militar yen consecuencia, poder ser condenado, entre otras sentencias, por ejemplo, a muerte en un consejo de guerra sumarísimo. La escasa presencia pública de la masonería en Guipúzcoa fue la causa por la que las consecuencias de estas disposiciones no fueran muy intensas en el territorio.
Otras de las tareas represivas puestas en marcha por el franquismo fueron las depuraciones laborales, depuraciones que se produjeron en todos los ámbitos y campos laborales de la sociedad: de forma más notoria en la Administración Pública, la diplomacia, la judicatura, la enseñanza pública y los colegios profesionales pero también, incluso, en la empresa privada. Con la depuración se buscaba no sólo el castigo a los contrarios a la sublevación, sino también la intimidación sobre aquellos que no tenían una opinión política definida y finalmente, la promoción de los adictos, colocando así en puestos claves, a seguidores del Movimiento y recompensando a las personas que habían luchado por el triunfo de la sublevación (Vega Sombría, 2005, 197). Además de a los trabajadores, desde febrero de 1939, la medida afectaba también a los Consejos de Administración y Juntas directivas de empresas concesionarias de servicios públicos[21].
La depuración en la Administración se iniciaba en el mismo momento en que, tras la ocupación de la localidad correspondiente, se nombraba el nuevo Ayuntamiento ya que fueron éstos los encargados de, además de autodepurar a sus cargos públicos, eliminar del cuadro de empleados públicos a todos aquellos sospechosos de ser leales a la legalidad republicana. La primera norma depuradora se hizo pública en una fecha tan temprana como el 27 de julio de 1936, en virtud por la cual serían cesados alcaldes y concejales cuando las localidades fueran siendo ocupadas. El 3 de septiembre comenzaría la verdadera depuración de la administración: la separación de todos los funcionarios que se consideraran contrarios al Movimiento Nacional. Además se instó a las instituciones locales y provinciales a que procediesen al cese de todos aquellos funcionarios que no se hubiesen reincorporado a sus puestos de trabajo 48 horas después de la entrada de las tropas salvadoras a la localidad. Ello conllevó la publicación de largos listados de funcionarios cesados en los boletines oficiales y en la prensa lo que, por otra parte, acrecentó el temor de los afectados a sufrir el atropello de las nuevas autoridades y sus secuaces. El reingreso hacía necesaria la obtención previa de avales que garantizasen la confianza de los expedientados y, en muchos casos, el certificado de ser militante de los grupos políticos que apoyaban el golpe militar. Como hemos indicado, además, muchas instituciones reservaron plazas a excautivos y excombatientes, lo que contribuyó a crear una administración durante muchos años adicta al nuevo régimen.
El afán depurador del bando sublevado se “obsesionó” de forma especial en el ámbito educativo. El mundo de la enseñanza era escenario de tensiones desde el siglo XIX, entre la jerarquía eclesiástica y los sectores conservadores, por una parte, y los más progresistas o liberales por otra. Dichas tensiones se habían acrecentado durante la Segunda República debido a los esfuerzos del Ministerio de Instrucción Pública por impulsar, como gran herramienta de cambio, una enseñanza laica, reforzando así la separación entre Iglesia y Estado. Esa medida, entre otras, provocó un gran rechazo en el seno de la Iglesia que adoptó un discurso extremista al considerar las reformas como una amenaza contra la España católica y tradicional. La derrota de la República propició que la Iglesia recuperara su posición, asumiendo Franco el discurso de los integristas católicos y culpabilizando durante todo su mandato dictatorial a las fuerzas extranjeras y a la masonería de haberse infiltrado en España e introducido enseñanzas disolventes que propiciaron un desorden social que llevaba a la destrucción de la Patria. Así, con la intención de regenerar España librándola de las “enfermedades” del librepensamiento, de las ideas liberales y de todo aquello que pudiera ser considerado como una amenaza para los ideales reaccionarios que sustentaban la coalición que se sublevó contra la República, se dio la depuración en el campo de la enseñanza, el proceso más exitoso de entre los represivos puestos en marcha por el Franquismo ya que se trataba de un colectivo reducido, controlado y claramente definido, amenazado desde un primer momento. El 31 de agosto de 1936, la Junta Carlista de Guerra de Guipúzcoa ya anunciaba que la enseñanza «ha de ser en lo sucesivo fundamentalmente católica y netamente españolista sin paliativos, sin remilgos de ninguna clase (...) conscientes de la decisiva importancia que ella tiene cara a la formación del espíritu de la nueva España. Cuantos obstáculos dificulten este sentido, claro y rotundo, que se quiere dar a la formación de las nuevas generaciones serán apartados inexorablemente». El 26 de septiembre de 1936, desde la delegación de Instrucción Pública del Gobierno Civil se remitió a la Universidad de Valladolid una relación de maestros afiliados a la PETE (Federación de Trabajadores de Enseñanza, afín a la UGT) apartados en aplicación de una orden del 19 de agosto de 1936 que facultaba a los rectores de las universidades a cesar a aquellos maestros cuya actuación se hubiese considerado “perturbadora”.
Una primera depuración de maestros se llevó a cabo a la vista de los informes que se recibían desde los distintos Ayuntamientos, cuyo objetivo fue separar del servicio a aquellos maestros que se hubieran distinguido por su ideología contraria a los sublevados. Esta primera depuración pronto fue reformada clasificando a los maestros, a la vista de aquellos informes, en función de cargos graves, menos graves o inexistentes. Son las actuaciones personales, profesionales y políticas del maestro las que, en definitiva, son analizadas en su expediente, en un proceso donde la implicación social es importante y en el que los informes del párroco, de los padres de familia, de la FET y de las JONS y de la Guardia Civil adquieren gran importancia.
Una segunda fase dio comienzo en noviembre de 1936, cuando la Comisión de Enseñanza de la Junta Técnica de Estado regularizó mediante un decreto la depuración de la totalidad del personal de educación, según comisiones que analizarían al personal adscrito a los Institutos de Educación Secundaria, Escuelas Normales, de Comercio, Inspectores y personal administrativo etc. Su actividad se prolongó hasta 1942, y en Guipúzcoa, se centró en el personal de la Escuela Normal. El proceso daba comienzo con la suspensión de todos los maestros que ejercían en la provincia, lo que les obligaba a solicitar el reingreso en el cuerpo con lo que automáticamente se les abría el correspondiente expediente de depuración.
Este proceso de depuración, por su amplitud y duración —algunos expedientes se prolongaron hasta finales de los años sesenta—, tuvo gran repercusión en Guipúzcoa donde, paradójicamente, en una provincia de comportamiento político y religioso netamente conservador, fue verdaderamente alto el número de sancionados. El 27% del total de los maestros guipuzcoanos fueron sancionados, de los que un 13% fueron separados definitivamente del servicio; el 80% de las maestras y el 56% de los maestros fueron confirmados en sus puestos. En el caso de la enseñanza secundaria, de los institutos, la cifra global de sanciones se sitúa en torno al 26-27% del total, mientras que el porcentaje de profesores separados definitivamente (15%) es ligeramente superior al de los maestros (13%). Tan solo once mujeres fueron depuradas, de las que dos fueron sancionadas y finalmente, separadas del servicio.
Pero no fueron la represión “espontánea” y la “legal” las únicas que sufrió la población de aquellas localidades que, tras la victoria militar de las huestes franquistas, iban siendo ocupadas por las tropas facciosas sublevadas el 18 de julio. También se produjeron otras formas de “represión” que no aparecen en documento alguno, pero que quedaron guardadas en las mentes de los y las que la padecieron, y que gracias al trabajo de recuperación oral podemos ir conociendo. Es una “modalidad” de represión, a la que podríamos llamar “social”, que “marcaba” en el seno de la sociedad victoriosa —y en el seno de la sociedad vencida— a todas aquellas personas contrarias a los vencedores, a las que, como consecuencia de la guerra, padecieron en sus familias la ausencia del padre, la madre, hermanos, hijos, etc. Una represión que señalaba a todas aquellas personas, y a sus familias, que sufrieron la ejecución, que sufrieron penas de cárcel, de internamiento en campos de concentración, o eran alistados a la fuerza en el ejército nacional, o en batallones de trabajadores, y también a aquellas que padecieron la incautación de sus bienes o fueron cesadas en sus puestos de trabajo, o se vieron “voluntariamente” obligadas al exilio, etcétera. Como señaló el padre escolapio Justo Mocoroa:
Sobre la memoria de los muertos, que casi siempre dejaban a la familia en la miseria, se concitaba la maledicencia pública, haciendo correr la voz de que se les había encontrado documentación comprometedora, para disculpar el crimen y deshonrar a la víctima y a sus familiares.
(Gamboa-Larronde, 2006, 110)
Se trataba de una violencia entre simbólica y subliminal, basada en la intimidación, en la amenaza constante y en la coacción, que se ejercía en cualquier ámbito de la vida cotidiana con los fines últimos de atemorizar y humillar a los vencidos y a sus familiares. Además, la presencia constante de milicias armadas recordaba a la población que en cualquier momento podía sufrir la “visita” de milicianos y miembros de los cuerpos de seguridad. A modo de ejemplo, ya en noviembre de 1936, el Ayuntamiento de San Sebastián organizó un servicio de vigilancia que asignaba a cada una de las casas de vecindad del municipio un responsable que conocería en todo momento quiénes habitaban en la misma (dicho responsable contaría con el visto bueno de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana[22]). En febrero de 1938, la Inspección de Investigación y Vigilancia de Pasajes advirtió que la llegada a esa localidad, y particularmente al barrio de Trincherpe, de gran número de personas que procedentes de provincias englobadas en el bando militar, y sobre todo de Galicia, buscando trabajo coincidía con la aparición en los portales de algunas casas de Trincherpe, en los pabellones del muelle y en otros lugares de inscripciones como UHP, “Viva la FAI”, CNT, “Viva la revolución”, etc. Ante este hecho, la inspección sugirió que todas las personas sin un puesto de trabajo o promesa de obtenerlo en plazo breve fuesen obligadas a regresar a los pueblos de origen, y los que llegasen en lo sucesivo viniesen provistos de certificado de su colocación facilitado por su patrono[23]. La Policía llegó a diseñar, en 1941, un plan mediante el que cada agente controlaría todas y cada una de las viviendas de la zona que le había correspondido en la división de la capital guipuzcoana,
para descubrir a los enemigos de nuestra Santa Causa Nacional, los cuales constituyen un constante peligro para la sociedad y por ello hay que tenerlos continuamente vigilados y controlados para hacer fracasar en el acto cualquier maquinación o plan de carácter derrotista o subversivo que traten de cometer, entregándolos a las autoridades competentes, pues no cabe duda que lo mismo en San Sebastián que en las demás poblaciones liberadas por nuestro Glorioso ejército existen muchos individuos desafectos a nuestra Causa, seguramente responsables de hechos delictivos, los cuales permanecen ocultos y amparados quizás por personas desaprensivas, al objeto de librarse de ser denunciados y tener que responder de sus actos ante los Tribunales correspondientes[24].
Durante los primeros meses después de la ocupación de las distintas localidades, cualquier transeúnte era obligado a saludar brazo en alto, a gritar “Viva España”, a entonar cánticos nacionales, etcétera. Los vecinos eran forzados a adornar sus ventanas con banderas nacionales, a participar en desfiles y actos públicos fascistas, fuesen éstos religiosos o cívico-militares. Se llegó a prohibir el uso de un determinado tipo de farolas de papel porque los colores, no sabemos si rojo, verde y blanco (ikurriña) o rojo, morado y amarillo (enseña republicana), no eran los más adecuados para los nuevos tiempos. Además de la “legal” represión económica señalada con anterioridad, la coacción se manifestaba también en forma de amenaza de multas, discriminación a la hora de conseguir ayudas y documentos oficiales, subsidios familiares e incluso cartillas de racionamiento y en la obligatoriedad de contribuir a las diversas y frecuentes cuestaciones que realizaban los sublevados (Día del Plato Único, Lunes Sin Postre, Subsidio Pro-Combatiente, Aguinaldo del Soldado, etcétera). Estas cuestaciones, además de suponer una forma de acrecentar, aunque de forma mínima, los recursos económicos del bando franquista, se convertían en instrumentos de control social ya que las personas que no contribuían se convertían inmediatamente en sospechosas.
Otra de las medidas represivas sobre el vencido fue, en sintonía con los postulados de muchos teóricos franquistas, la prohibición de utilizar, sobre todo en los espacios públicos, toda lengua que no fuera el “castellano”, (“español”). Desaparecieron las revistas publicadas en euskara, catalán o gallego, los periódicos que, en nuestro caso, incluían secciones o columnas escritas en vascuence, las escasas emisiones radiofónicas, las representaciones teatrales o los sermones realizados en la que era la lengua habitual de la mayor parte de los feligreses. Los intentos que durante la Segunda República se produjeron para normalizar el uso del euskara en algunos Ayuntamientos guipuzcoanos o en la enseñanza primaria fueron eliminados. Los carteles comerciales o publicitarios en euskara desaparecieron por orden de unas autoridades que incluso veían peligrosa la venta de farolillos de papel de determinados colores que, como hemos comentado más arriba, no eran los más adecuados para los nuevos tiempos; se llegó incluso a impedir su uso en la calle. De hecho, en San Sebastián, tras la entrada de las tropas franquistas, hubo un aumento del uso del vascuence como forma de protesta, lo que acarreó su prohibición llegando a multar a los sorprendidos utilizándolo. El comandante militar de Beasain prohibió expresamente que el rezo del Ave María se iniciase en euskara, con la expresión Agur María. Sólo a partir de la primavera de 1938 se rebajo la presión en el campo de su uso particular y empezó a utilizarse, siempre acompañado del castellano, en algunas parroquias.
Fueron, seguramente, las mujeres las que padecieron la mayor parte de las “humillaciones sociales”. Contrasta, en este sentido, la contraria actitud de ambos bandos. Mientras el recién creado Gobierno Vasco trataba de alejar a las mujeres del centro del conflicto, liberando a la mayoría de las mujeres presas y autorizándolas a abandonar Vizcaya (150 mujeres pudieron marchar a Bayona bajo la protección de Gran Bretaña y de la Cruz Roja Internacional) bajo la promesa de que serían intercambiadas por presas en el bando nacional, este último no cumplió en su totalidad su parte del trato y trataron de impedir que las mujeres liberadas retornaran a la Euskadi autónoma. Además de fusilar a varias mujeres y de expulsar, a partir de diciembre, a cientos de ellas, a ancianos y niños, se dedicaron a humillar a aquellas simpatizantes de la legitimidad republicana: les cortaban el pelo o las rapaban para así, después de “pasearlas” por los lugares más concurridos de la localidad, obligarles a beber dosis de aceite de ricino, a llevar consigo símbolos falangistas y a tener que declarar y gritar públicamente proclamas y eslóganes fascistas. En muchas ocasiones les dejaban un mechón de pelo para colocarles un lacito monárquico.
En Irún, una mujer nacionalista fue rapada y obligada a pasear por todo el pueblo montada sobre un asno. En Zarauz, una joven nacionalista, hija del director del Banco Guipuzcoano, fue rapada como represalia por la huida de su padre. Tras intentar varios carlistas llevarla a una misa de campaña para exhibirla en público, un frutero se presentó en su domicilio persiguiéndola por las habitaciones de la casa, pretendiendo ver su cabeza rapada (Gamboa-Larronde, 2006, 118 y 361). Además se les obligaba a limpiar y arenar las dependencias oficiales y viviendas particulares de los fascistas destacados de la comarca o a coser para los requetés. También tenían que oír de sus vecinos, en la calle, expresiones como “roja”, “judío-masónica”, “esposa (o hija, o hermana...) de un fusilado”, etcétera. Todo ello, en no pocos casos, obligó a aquellas personas a abandonar sus lugares de residencia, dejando todo lo poco que les quedaba, y buscar residencia en lugares donde no les conocieran o partir hacia el exilio y rehacer sus vidas.
Junto a los cientos de mujeres sometidas al rapado del cabello, también hubo algunos hombres sometidos a la burla pública. Euzko Deya denunció el caso ocurrido en un pueblo guipuzcoano donde los requetés habían obligado a un socialista a andar por las calles con un estandarte en el que se habían escrito frases injuriosas contra él mismo. Mocoroa cita el caso de Tolosa, donde
también se ha afeitado a hombres, un socialista que se quedó, pero que se había caracterizado por contener a los extremistas. Le afeitaron el pelo, dejándole un mechón ridículo en la coronilla y envuelto en una especie de dalmástica de papel lo pasearon por las calles haciéndole gritar Cristo Rey. A un simpatizante nacionalista llamado Felipe Pérez, padre de varios escolapios, también le afeitaron su larga barba y su bigote.
(Gamboa-Larronde, 2006, 111)
Como sucedió en la Francia ocupada durante la II Guerra Mundial, (casos estudiados por Fabrice Virgili, Aróstegui & Godicheau, 2006), las mujeres rapadas no eran sino un ejemplo más de una represión que no fue espontánea, de una represión proyectada en forma de castigo hacia las mujeres, llevada a cabo frecuentemente por los propios vecinos y entendida como una forma de violencia menor. El corte de la melena conllevaba una connotación sexual implícita, ya que despojaba a las que se veían sometidas a esta práctica de su pertenencia al sexo femenino. El carácter relativamente incruento, desde el punto de vista físico, de los cortes de pelo, de las rapadas, hizo que quedase como en un secundario plano para la investigación histórica de la represión franquista, y también en la memoria de las víctimas. Resulta sorprendente que frente a los muchos testimonios de muchos hombres y mujeres que han narrado su paso por los centros de prisión franquistas y demás formas represivas, las mujeres rapadas hayan mantenido el silencio. Ello no quiere decir que hayan olvidado, menos aún si tenemos en cuenta que la violencia y la humillación contra esas mujeres persistió largamente en el tiempo, sino que el sufrimiento fue interiorizado ahondando la profundidad de su trauma.
Alguno de los informes reunidos por el padre Barandiaran, y publicados por José María Gamboa y Jean-Claude Larronde recogen otros tipos de humillación que también han pasado desapercibidos. En una sociedad tradicional y conservadora, la presencia permanente de las tropas franquistas dio origen a un clima en el que no faltaron en palabras de Mocoroa «violaciones, orgías y desórdenes morales». Un informe del Gobierno Vasco señalaba el caso de una madre y de su hija, detenidas por carlistas iruneses y forzadas repetidamente durante la detención. Muchachas nacionalistas a las que su conciencia religiosa no permitió nunca bailar al agarrado, eran obligadas por los requetés navarros a bailar a la fuerza (115). Según un informe anónimo, en Azpeitia reinaba la inmoralidad por la conducta de militares y milicias derechistas, dándose lugar a frecuentes casos escandalosos. El párroco recomendaba a los padres que no permitiesen a sus hijas andar con los militares y milicias, pues nadie se atrevía a denunciar este estado de cosas. Igual gestión realizó el cura de Atáun. En las localidades del Goyerri guipuzcoano no faltaron jóvenes embarazadas por los soldados que descansaban de los combates. La miseria existente obligó a muchas mujeres, especialmente en San Sebastián, a ejercer la prostitución como única forma de conseguir recursos económicos (671). Un pueblo que hacía gala de que su idioma carecía de maldiciones observó escandalizado como los supuestos defensores de la religión y de la Iglesia proferían las blasfemias más grandes que jamás se habían escuchado hasta entonces en muchas localidades.
La represión y el intento de reeducación de la sociedad “por la fuerza” en los parámetros de los vencedores se manifestaron sobre la sociedad vencida, como hemos visto, de muy distintas maneras. Las apuntadas humillaciones públicas, el no conseguir un puesto de trabajo con el que sacar adelante a la familia, o conseguirlo teniendo que afiliarse al Movimiento o a la Falange contra los principios de uno mismo, además de la eliminación de todo vestigio democrático implantado durante la II República, de la falta de libertad, de la censura, de la uniformidad de las sociedad etc, fueron, como decíamos, las otras formas de represión que de una manera u otra se sufrieron durante casi cuarenta años, si bien más intensamente durante los primeros años de la posguerra.
Hemos empezado este apartado con una cita de Federico Zabala, y vamos a concluirlo con unos fragmentos de la introducción que este jurista y nacionalista bilbaíno, exiliado tras la guerra durante varios años, escribió en 1945 en su trabajo inédito Justicia inicial. Se trataba de un estudio que pretendía dibujar las líneas maestras de lo que debería ser la vuelta a la normalidad jurídica tras la dictadura franquista. Su introducción no podía ser más explícita:
Un verdadero cúmulo de crímenes, de expoliaciones y de arbitrariedades, cuya consideración anonada y conturba el ánimo más templado, ha venido a crear en nuestro país una situación inconcebible que no puede menos que preocupar con obsesionante insistencia a todo espíritu recto amante de su pueblo.
La terrible situación tiene, sin embargo, exteriormente un aspecto de normalidad, que se cultiva con cuidado, mientras se ahogan violentamente las manifestaciones de la verdadera situación de congoja, de dolor, de muerte, tratando de ocultarlas desaprensivamente hasta con el sagrado manto de la religiosidad.
(...)
Y esta Justicia, (...) es absolutamente necesaria, imprescindible, ineludible; sin ella, sobre una sociedad afectada por tanta iniquidad, tanta arbitrariedad y tanto desmán, no es posible cimentar una obra de regeneración, nada en ella sería persistente y fundamental y de nada habrían servido los sufrimientos, las lágrimas, los sacrificios y los trabajos pasados, que en cualquier momento podrían reproducirse al socaire de la impunidad en que prácticamente se hubiere incurrido.
[15] Ese mismo día, el general Mola ordenó fusilar a un grupo de “comunistas” huidos de Pamplona (Iribarren, 1937).
[16] Tras desaparecer durante varios días, volvió a su parroquia y entonces fue detenido en Bidebieta. Tras su paso por locales sindicales, fue paseado por las calles siendo insultado por mujeres y maltratado. El dueño de un bar que se cayó al suelo cuando intentaba golpearle ordenó matarlo. Sólo la llegada de un grupo de montañeros evitó que arrastrasen el cuerpo por las calles (Gamboa-Larronde, 2006).
[17] Los milicianos que se llevaron años después fusilados de Tolosa llevaban consigo un oficio del Comisario de Guerra, firmado por Jesús Larrañaga, ordenando la entrega de varios de los presos, cuyos nombres y apellidos se especificaban con toda claridad. Dimitieron el alcalde y la mayoría de los concejales, «aun a sabiendas de estar exponiéndose a la represalia de quienes consideraban más fácil y menos arriesgado matar en la retaguardia que en el frente. Y así, sintiéndose un poco culpables, salieron avergonzados del pueblo y buscaron acomodo en los pueblecillos de la costa, creyendo encontrar en ellos el medio de huir de aquel ambiente de sobresalto. ..» (Iñurrategui 2006, 67-68). Años más tarde, Larrañaga negó su implicación, afirmando que alguien había utilizado una hoja en blanco firmada por él. Un preso tolosarra tradicionalista, Simón Ezquiaga, señaló que Larrañaga evitó el 24 de agosto un nuevo asalto a la cárcel de Ondarreta (Ezquiaga, 1938).
[18] Archivo del Nacionalismo. Arrea. 1940.
[19] AHN, Causa General 1335.
[20] Federico Zabala Allende: Justicia inicial. 1945, trabajo inédito. Archivo del Nacionalismo. Artea, Fondo Federico Zabala, 0010, c.l.
[21] AHN, Fondos Contemporáneos. Gobernación b-71991.
[22] La Voz de España, 5-12-1936.
[23] AHN, Fondos Contemporáneos. Gobernación b-53465.
[24] AHN, Fondos Contemporáneos. Gobernación B-7 53038.