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El otoño de 1936 en Guipúzcoa
Mikel Aizpuru (Director) / Urko Apaolaza
Jesús Mari Gómez / Jon Ordiozola, 2007

 

VI.
LA REPRESIÓN PARALEGAL Y
LOS FUSILAMIENTOS DE HERNANI

 

 

Ejecuciones sin documentación

 

      Nosotros hemos fusilado en la zona blanca: es cierto. Pero no hemos atormentado, ni hemos destruido, ni hemos ultrajado con furor demoníaco. Por lo menos yo no lo he visto, ni lo he oído.

(Cruz Oloriz, 1937, 27)

 

      A ningún sacerdote fusilado se le ha incoado proceso: ningún juicio contradictorio ha examinado sus causas. Ninguno ha sido condenado por tribunal competente, ni ningún otro tribunal: contra ninguno ha recaído sentencia de muerte ni de condena alguna.

(Euzko Deya, 10-1936, 12-31, 61)

 

      La información que poseemos sobre el modo operativo de las ejecuciones realizadas en Guipúzcoa y particularmente sobre lo que es el objetivo de esta investigación, los fusilados en Hernani, como venimos repitiendo, es muy escasa y fragmentaria. Una serie de datos que pasamos a desgranar a continuación nos permiten afirmar, sin embargo, que buena parte de las personas que murieron como consecuencia de la represión militar no fueron sometidas a consejo de guerra, siendo ejecutadas sin haber sido juzgadas, ni siquiera en las condiciones sumarias utilizadas por los tribunales militares.

      Uno de los primeros contratiempos con los que nos encontramos en nuestra investigación fue a la hora de cotejar las listas elaboradas por el Gobierno Vasco el año 1938 con las listas de expedientes conservados en el Archivo Militar Intermedio de El Ferrol. Entre los miles de documentos que se hallan depositados en dicho fondo, no existían referencias sobre una larga lista de personas de las que sabíamos de forma positiva (informes varios, documentación, testimonios orales y comunicaciones de sus familiares) que habían sido ejecutadas entre los meses de septiembre y diciembre de 1936, muy probablemente en el municipio de Hernani. El hecho resultó aún más sorprendente al comprobar que personas que fueron fusiladas, en las mismas fechas o con anterioridad, de otras localidades guipuzcoanas, Andoain por ejemplo, sí contaban con su correspondiente expediente en la villa ferrolana, con los datos del consejo de guerra al que habían sido sometidos. Otra de las circunstancias a tener en cuenta es el breve lapso de tiempo transcurrido en algunos casos entre la detención y la posterior ejecución, lo que hacía francamente difícil la posibilidad de que se hubiese celebrado un consejo de guerra, aunque fuera sumarísimo de urgencia. Son los casos, por ejemplo, de Manuel Guruceaga, detenido en el barco Galerna que ingresó en la cárcel de Ondarreta el 16 de octubre y salió el 18, en libertad , para ser fusilado junto con otras 13 personas, José Becerra Narvaiza, encarcelado el 23 de ese mismo mes y con registro de salida el 25 (fusilado igualmente) y Gabino Echeverría, ingresado el 23 de octubre y puesto en libertad el 28. El tercer elemento estaba constituido por las afirmaciones de testigos y familiares que negaban la existencia de juicio alguno en el caso de la ejecución de sus allegados. Las afirmaciones son numerosas. El sacerdote Gelasio Aramburu indicó que «Ha habido sacerdotes como Peñagarikano y Onaindia, que no han sido llamados ni una sola vez a declarar como lo atestiguan sus compañeros de cárcel, don Joaquín Bermejo y el Párroco de Astigarraga». Idéntica opinión sobre ambos sacerdotes manifestó Jerónimo Maguregui en una carta enviada al cardenal Gomá el 7 de noviembre de 1936[76]. El jesuita Azpiazu sostuvo que el cura de Marín, Jorge Iturricastillo, fue detenido en Salinas y fusilado en Oyarzun sin previa declaración, ni juicio. José Berruezo (1989, 122), en el mismo párrafo en el que responsabilizaba al gobernador militar de la dureza de los consejos de guerra, señalaba que

 

      Paralela a esta “justicia castrense” abundó la acción de los “incontrolados que todas las noches “daban el paseo” a quienes fiados de su inocencia se habían quedado en San Sebastián y a cuantos, víctimas del odio y del mal querer, eran acusados de rojos por algún vecino.

 

      Este mismo periodista, requerido por José Arteche en abril de 1952 para que diese su opinión sobre el manuscrito que este último había preparado sobre su experiencia en la Guerra Civil (El abrazo de los muertos editado finalmente en 1970) le aconsejó que no lo publicase, añadiendo, según el diario de Arteche, «Ninguno de los que están calentando la cabeza ha pasado lo que tú y yo hemos pasado». En una conversación posterior con Arteche, Berruezo reconoció que la lectura del manuscrito le había hecho daño, al despertar sus recuerdos (Arteche, 1977, 62-63). Berruezo había

 

visto en el frente el fusilamiento de un niño de once años y de su abuela de ochenta, de noche, a la luz de un farol de bicicleta. Me dice asimismo que recuerda a uno, hoy persona respetable que ejerce su carrera, con la cara manchada de los sesos de otro a quien acababa de dar el tiro de gracia.

 

      Este tipo de hechos han sido reconocidos por otros muchos testimonios, que han llevado, por ejemplo, a Pedro Barruso a reconocer la existencia de un número indeterminado de personas asesinadas sin juicio previo (Barruso, 2005, 127). La cantera de Vera de Bidasoa, Oyarzun, el cementerio de Guetaria, el Alto de Orio o la parte trasera del balneario de Alzola serían algunos de los lugares utilizados con dicho fin[77]. Pero no los únicos: el sacerdote Ignacio Azpiazu comenta en su testimonio la muerte de un dentista de origen madrileño apellidado Valderrama, veraneante en Deva, fusilado sin juicio el 1 de octubre, tras ser sacado de la cárcel de Azpeitia, lugar del que también salieron para ser fusilados dos milicianos vizcaínos, presumiblemente en las mismas circunstancias. Un desertor en el sector de Elgueta informó que había sido testigo de dos fusilamientos en Anzuola y otros tres en Izaga (Zumárraga)[78]. Los alrededores del circuito de automovilismo de Lasarte también sirvieron como lugar de fusilamiento, no sabemos muy bien si con juicio previo o sin él. De hecho, fue el escenario de un episodio particularmente macabro. Un joven de Urnieta, cuyo hermano también fue fusilado (no sabemos si se trata de Nicolás o de Trino Olaizola), pudo escapar de dicho lugar cuando iba a ser ejecutado, pero resulto herido durante la fuga; oculto entre la vegetación consiguió pasar inadvertido y al día siguiente vio en las cercanías a un conocido suyo, pero puesto en contacto con él, no se atrevió a ayudarle y se limitó a darle algún dinero. Poco después apareció un grupo de guardias civiles que detuvo al urnietarra y lo ejecutaron in situ[79].

      Ahora bien, no compartimos la idea que parece desprenderse de las palabras de Berruezo o de las de Ignacio Azpiazu «En las detenciones destacó el celo de los requetés que obraban a capricho, obedeciendo a motivos de venganza, sin contar para nada con la autoridad militar, ni con la civil» (Gamboa-Larronde, 2006, 250), y que el siguiente texto de Barruso, de alguna manera, refuerza, «La actuación de estas fuerzas políticas (tradicionalistas y falangistas) tiene como consecuencia inmediata la detención de un determinado número de personas, las cuales fueron asesinadas sin que se instruyera contra ellas el más mínimo procedimiento judicial» (Barruso, 2005,127); esto es, que carlistas y falangistas desarrollaron una represión irregular, mientras los militares celebraban consejos de guerra. Nosotros defendemos, en cambio, que ambas represiones, además de ser complementarias, estaban coordinadas entre sí. Hay un dato elemental que nos permite sostener esa afirmación: la mayor parte de los muertos irregulares procedía de la cárcel de Ondarreta. Además de los testimonios de familiares que acudieron a la prisión o a los cuarteles de Falange o requetés a visitar a los presos hasta el día en que les dijeron que éstos habían sido puestos en libertad, sin que volviesen a sus casas, poseemos varios testigos de excepción. El más importante, el de Salvador Zapirain, aún más interesante porque su testimonio hace referencia a lo que él mismo vivió desde la propia prisión.

      Antes de pasar al mismo, conviene, no obstante, hacer referencia a un breve artículo de Luis Sierra Nava (2001). Sierra, hijo de un militar sublevado en San Sebastián, el comandante de Ingenieros Luis Sierra Bustamante, ejecutado tras su detención, transcribió unas notas manuscritas del padre jesuita Lacoume, capellán interino de la cárcel de Ondarreta en ese periodo, a las que acompañaba una breve introducción, donde además de explicar sus circunstancias personales, trató de contextualizar la represión franquista, recurriendo de forma inconexa y poco rigurosa a sus recuerdos de aquella época, afirmando que fueron los jefes militares los que decidieron inapelablemente la suerte de los prisioneros, «Pero ni injusta, m parcial, ni impunemente», confundiendo de forma involuntaria, la justicia militar con la represión paralegal. De hecho, en su introducción señala que Lacoume se refiere a los condenados a muerte, a los sentenciados en capilla, esto es, a aquellos que habían sido juzgados en consejo de guerra y a los que se había anunciado el resultado de la misma, recibiendo asistencia religiosa. Pero, la lectura detallada de las notas de Lacoume no lleva necesariamente a tal conclusión. El jesuita inició sus notas afirmando que no discutía la licitud de los fusilamientos, «se supone que se hace siempre en justicia», ni su necesidad, «es necesario hacerlo en muchos casos y en otros es conveniente», pero solicitaba proporción y ausencia de arbitrariedad «Reos, acusados de un mismo delito poco más o menos, unos han sido fusilados, otros se han librado mediante sanciones pecuniarias mayores o menores». De hecho «La mayoría de los fusilamientos hasta ahora son en su mayoría de los menos responsables; los que más lo son están huidos. Si se guarda la proporción con lo hecho hasta ahora, se habrá de fusilar a 50.000, por lo menos, en el País Vasco»; incluso habían sido fusilados «adeptos de la causa nacional que en tiempo de dominio rojo, por fuerza, y para hacer mayor bien a otros, actuaron disimuladamente con los enemigos». La utilización de la pena de muerte no cumplía más fin que la justicia vindicativa, pero existían muchos prisioneros, “aprovechables, corregibles» y la dureza del trato que se les infligía les alejaba a ellos, a sus familiares y a buena parte de la sociedad de la causa militar. Estas afirmaciones pueden entenderse como válidas, tanto en el caso de los paseados, como en el de los condenados enjuicio y no demuestra que los asesinados hubiesen sido juzgados. Sólo en la segunda parte de sus notas hace referencia expresa a los presos en capilla, señalando la falta de delicadeza en el trato con ellos y que en un caso se les leyó la sentencia de muerte a las cinco de la tarde y ésta no se cumplió hasta las seis y media de la mañana siguiente.

      Según Zapirain, antes de que acabase el mes de septiembre, los presos de la cárcel donostiarra se fueron dando cuenta de que muchos de sus compañeros ya no se encontraban en la misma. Mientras algunos de ellos salían de la prisión de día, a realizar algunos trabajos o de vuelta a sus casas, otros muchos desaparecieron sin que se volviese a saber nada de ellos. Zapirain, con un sueño muy profundo, fue alertado por uno de sus hermanos, de lo que sucedía tras caer el sol. Esa misma noche, el joven renteriano pudo observar cómo varias personas vestidas con la camisa azul de Falange Española o con la boina roja carlista entraron hacia las 23 horas en su galería y tras entregar un papel al jefe de servicio subieron a las celdas. Zapirain pudo reconocer a uno de aquellos individuos, un joven baserritarra de su mismo barrio apodado Potxo, «erdi’ero bat, erderaz etzekiña gañera»[80], provisto de unas botas de monte claveteadas que sacaban mucho ruido. Tras abrir la puerta de la celda, si había más de un preso, pronunciaba el nombre del elegido y añadía «Prepárese. Está usted liberado». Tras vestirse, el preso era acompañado hasta la salida. La ceremonia se repitió en cuatro ocasiones esa jornada y en la mayor parte de los días siguientes, con algunas interrupciones. Salvo en los primeros días de octubre, en los que el número de presos sobrepasaba la decena, cada noche eran llamados entre tres y cinco personas. La mayoría de los presos se dio cuenta de lo que sucedía, ya que los visitantes hablaban a gritos. A la mañana siguiente, sin embargo, muchos de ellos se aferraban a la ilusión de que efectivamente eran puestos en libertad o habían sido llevados a realizar algún tipo de tarea especial. Otros, en cambio, se preguntaban por qué los sacaban a horas tan tardías.

      La incertidumbre se fue apoderando de los presos, máxime cuando alguno de ellos fue puesto en libertad a lo largo de las horas diurnas. La mayor parte de las ausencias se producía, sin embargo, tras la caída de la noche, sin que hubiese más noticias de los mismos. La zozobra finalizó para Salvador Zapirain el 18 de octubre, el mismo día en que fue juzgado en consejo de guerra. Esa misma noche se abrió la puerta de su celda y un carabinero retirado que ejercía de guardián de la prisión le anunció que estaba liberado y que se preparase a abandonar la prisión. Tras acompañarlo hasta la puerta de salida, el guardián y la escolta volvieron a subir en busca de otro prisionero. Cuando Zapirain atravesaba la reja de entrada, fue agarrado simultáneamente por uno de los visitantes y por el jefe de servicio, Benito Calvo, un exseminarista de Comillas, que había llegado a la carrera, diciendo que no se podían llevar a Zapirain porque estaba a la espera de que Burgos confirmase la sentencia del consejo. Finalmente Salvador regresó a la prisión, mientras escuchaba una voz conocida (un exnacionalista renteriano reconvertido en falangista) que decía en tono amenazante que ya se lo llevarían en la siguiente ocasión. El jefe de servicio preguntó a los visitantes por qué habían llamado a Zapirain y éstos le enseñaron el documento que habían traído. El funcionario indicó que a partir de ese momento, hasta que él no hubiese leído la lista no saldría ningún preso.

      Las escasas dudas sobre su futuro del resto de los prisioneros desaparecieron cuando unos días más tarde, uno de los presos sacados de su celda al anochecer se arrojó al vacío desde el segundo piso. No murió, y el director, presente en el centro, como en la mayor parte de las sacas, indicó que lo llevasen al camión, para que fuese fusilado con el resto de los convocados. Aunque estas palabras fueron pronunciadas en voz baja, su eco llegó hasta el último rincón de la prisión (Zapirain, 1984, 136). Las esperanzas, la relativa paz y la tranquilidad que albergaban muchos de los recluidos desaparecieron esa jornada, y a partir de dicho momento nadie pudo dormir antes de la 12 de la noche. Si hasta entonces la mayoría de los reclamados salían serenos, queriendo pensar que efectivamente iban a ser puestos en libertad, tras estos acontecimientos buena parte lo hacían llorando y todos ellos fuertemente escoltados. Tras los primeros fusilamientos como consecuencia de los consejos de guerra, hacia el 22 de octubre, las sacas se paralizaron durante 4 días, reavivando las esperanzas de los presos, pero a partir del inicio del nuevo mes, volvieron a realizarse con mayor saña aún. Esta situación, la falta de acusaciones concretas, provocó, por otra parte, que un buen número de los recluidos pasasen buena parte de su tiempo tratando de imaginar cuales podían ser las causas de su detención.

      Disponemos de otros testimonios. El sacerdote Joaquín Bermejo, que estuvo detenido en Ondarreta varias semanas en el otoño de 1936, comentó que a lo que más temía era al momento de ser liberado, «porque al parecer ha habido muchos que han desaparecido sin que haya recaído orden de fusilamiento sobre ellos» (Gamboa-Larronde, 2006, 96). El escolapio Juan José Usabiaga, recluido en Ondarreta durante 15 días del mes de mayo de 1937, no vivió los acontecimientos, pero un requeté de Alza que hacía guardia en la prisión le comentó que, realizando idéntica tarea en octubre y noviembre del año anterior, tuvo que abrir las puertas de las celdas de muchos prisioneros, hasta 25 en una noche, para que fueran llevados fuera de la cárcel y fusilados en distintos puntos. Un informe recogido en el Archivo Onaindia señala que para finales de septiembre ya era conocido en San Sebastián que los ocupantes de la ciudad estaban fusilando cada noche una media de 15 adversarios. Quince días más tarde, el mismo comunicante señalaba que Guipúzcoa vivía un régimen de terror. José de Arteche, el nacionalista que se había incorporado al Tercio de Oriamendi, se encontraba recluido en el Kursaal, ante la recomendación generalizada «que de ninguna manera salga a la calle». Así, definía la situación el 4 de noviembre «¡Terror! ¡Otro terror!» y el 10 del mismo mes «Afusilar: así, afusilar, verbo de moda» (Arteche, 1970, 48 y 51).

      La conjunción de estos tres elementos, inexistencia de expedientes, breve lapso de tiempo entre la detención y las ejecuciones y los testimonios existentes, nos lleva, por tanto, a afirmar que buena parte de los ejecutados en Guipúzcoa en esas fechas no gozaron siquiera de la posibilidad de ser juzgados sumariamente. Aunque no podemos obviar que durante los primeros meses de la guerra, las milicias derechistas actuaron con un cierto margen de autonomía respecto a los mandos militares, es impensable que, fuera de algún hecho aislado, se produjesen ejecuciones sin el conocimiento y la aquiescencia de las nuevas autoridades. Hay que subrayar que dichas órdenes de puesta en libertad no estaban firmadas por falangistas o carlistas, ya que el director de la prisión sólo respondía ante las autoridades civiles y las militares. La responsabilidad última de los hechos, por lo tanto, corresponde a las mismas. Es muy difícil demostrar documentalmente esta afirmación, ya que las ejecuciones irregulares se realizaban básicamente a través de órdenes verbales o a través de la fórmula de “orden de libertad”, y la posible documentación generada en torno a esas actividades ha desaparecido de forma casi íntegra.

      Nuestro territorio no fue la única región donde se produjeron fusilamientos extrajudiciales, tras las matanzas de los primeros días. Son varias las provincias donde los consejos de guerra se combinaban con las sacas, un procedimiento que «...sin siquiera unos trámites mínimos y al menos una apariencia legal pretendían eliminar de una manera brutal y rápida a los posibles opositores al golpe de Estado y, al mismo tiempo, aterrorizar al resto de la población» (Gil Andrés, 2006, 209). En Lugo, 416 personas murieron extrajudicialmente entre 1936 y 1940, frente a 168 ejecutadas tras un proceso (Souto Blanco, 1998, 252). En la vecina Ourense, Julio Prada dedica un apartado específico de su tesis doctoral a lo que él llama “represión paralegal”, «un determinado tipo de represión que precede y coexiste al lado de otra de naturaleza “institucionalizada” o “juridificada” sin mezclarse con ella pero como veremos, practicada, alimentada y tolerada igualmente por ese mismo poder con unos objetivos perfectamente definidos». Se trataba de un caso extremo de violencia que, mediante el empleo masivo de la fuerza, buscaba crear un clima de terror que neutralizase las posibilidades de resistencia e inhibiese las conciencias. Un 53% de los muertos en dicha provincia gallega lo fueron como resultado de esa represión paralegal, mientras que sólo el 22% lo fue tras el dictado de una sentencia judicial (Prada, 2006, 167 y 280). Qué decir de Zaragoza, donde, según Julita Cifuentes y María Pilar Maluenda, sólo 27 de los 2.610 muertos en el año 1936 lo fueron como consecuencia de un consejo de guerra (Casanova, 1999, 41-44).

      El caso de la Rioja, estudiado primero por Hernández y retomado recientemente por Carlos Gil Andrés, es muy interesante para Guipúzcoa, aunque en las riberas del Ebro no se produjeron los combates que asolaron nuestra provincia los meses de verano. Logroño conoció primero un periodo de terror aparentemente incontrolado, para, desde finales del mes de septiembre, regularizarse el sistema de sacas. Los detenidos eran concentrados en su mayor parte en la cárcel de Logroño y en el frontón Beti-Jai, de donde sólo salían, con excepciones, para ser fusilados, tras ser puestos en libertad provisional. Se trataba de un sistema organizado de ejecuciones que sólo faltaba a su cita macabra los domingos. Gil Andrés sostiene, además, que la lista de condenados salía cada noche directamente desde el despacho del gobernador civil, el capitán de artillería Emilio Bellod (p. 224). Carecemos del corpus documental para poder realizar la misma afirmación para Guipúzcoa, pero el caso logroñés nos muestra que lo sucedido en Ondarreta no fue una excepción. También en Pamplona, según Mocoroa, muchos de los presos fueron ejecutados tras haber sido oficialmente puestos en libertad. Pablo Uriel, un médico aragonés, preso durante vanos meses en la Academia Militar de Zaragoza, narró en sus memorias cómo grupos de falangistas acudían a dicho centro para llevarse a los detenidos con el objeto de ejecutarlos y que «estas decisiones se tomaban sin el menor formalismo. Nadie había sido interrogado en la prisión, ni se había hecho diligencia alguna. Aquellos hombres no sabían quién les mandaba a la muerte, ni por qué» (1988, 65).

      Pese a la lejanía espacial, la represión franquista en Granada ofrece asimismo elementos comparativos de primer orden. La sublevación triunfó en la capital, pero la resistencia de las organizaciones obreras y republicanas de izquierda consiguió que a mediados de agosto los alzados sólo controlasen un tercio escaso del territorio provincial. Esta circunstancia no fue óbice para que desde el primer momento los militares rebeldes anunciasen, siguiendo el modelo del Bando del general Mola, las durísimas disposiciones a seguir contra aquellos que no acatasen a los nuevos gobernantes y sus disposiciones. La Justicia Militar, al menos hasta marzo de 1937, actuó siguiendo estas características esenciales (Gil Bracero, 1990, 600-601):

 

      1. Jurisprudencia atípica, basada en la supresión de procedimientos, de resultas se produce la indefensión de los detenidos en los primeros días del Alzamiento en la zona controlada por los sublevados ...

      2. Rigor punitivo, ya que la pena a la que se condena a los detenidos suele ser la máxima, pena de muerte.

      3. Multiplicidad de autoridades represoras: Gobierno Militar, Gobierno Civil, Institutos Armados, voluntarios militantes de partidos políticos, milicias cívicas.

      4. Militarización gubernativa de la Justicia: duplicidad de funciones ejecutivas y judiciales de los militares, contraviniendo el principio jurídico de independencia y equilibrio de poderes del Estado.

      5. Justicia punitiva de naturaleza selectiva contra autoridades públicas y personalidades políticas de izquierdas, con la finalidad de liquidar físicamente el régimen republicano. A continuación represión indiscriminada como instrumento político.

 

      Más de 2.700 personas fueron ejecutadas en Granada capital y se calcula que se produjeron un mínimo de 4.000 muertes en el conjunto de la provincia como consecuencia de fusilamientos incontrolados y paseos en los tres meses siguientes al Alzamiento. Una vez organizado el aparato judicial conforme a los procedimientos previstos en los distintos decretos de los sublevados, los ajusticiamientos masivos desaparecieron y las condenas a muerte se redujeron, hasta el punto que en los dos años finales de la guerra “sólo” murieron unas 400 personas.

 

 

Fusilados sin juicio en Guipúzcoa

 

      Los fusilamientos sin juicio fueron, por lo tanto, norma habitual y no excepción en el modus operandi de los militares sublevados y de sus aliados. Ahora bien, el que no existiese juicio no quería decir que no se produjese ningún tipo de trámite en el caso de esas ejecuciones. Por los datos de que disponemos, creemos que buena parte de las personas así asesinadas fueron sujeto de un procedimiento; eso sí, ciertamente irregular y alegal. Los detenidos eran interrogados en su primer centro de internamiento, la cárcel municipal o comarcal o el cuartel de milicias por el comandante militar de la localidad y sus ayudantes. Los malos tratos y los golpes abundaban en los mismos, como se puede atestiguar por los testimonios de Ignacio de Azpiazu, Pelletier, etc. Si el preso era considerado culpable, era conducido normalmente a la cárcel de Ondarreta, donde quedaba a disposición de los juzgados militares. Un número indeterminado de presos pasó a ser encerrado en las prisiones particulares de falangistas y carlistas. Es el caso por ejemplo de varios de los asesinados en Hernani: Maximino Resina estuvo preso en el colegio San Bartolomé, Hipólito Berasategi, en el paseo de Heriz y Carlos Rodríguez recluido en la cárcel tradicionalista de la calle Prim. Una vez en prisión, la “ilógica de la violencia” propuesta por Prada o el hecho de que los consejos de guerra estaban obligados a cumplir unos trámites mínimos y que sus instructores estaban desbordados por el número de gente detenida, provocó que mientras buena parte de los presos eran sometidos a un consejo de guerra, otros muchos quedaron en manos del comandante Ramiro Llamas. Tal distinción está directamente relacionada con el calificativo de “juez especial” que precedía al nombre de dicho militar.

      El comandante de Infantería Ramiro Llamas Del Toro había sido nombrado, tras destinos varios en distintas unidades del ejército, Juez permanente de Causas de la 6ª División Orgánica (Burgos) en octubre de 1931, llegando a desempeñar, entre otras, «... comisiones propias de su cargo, ordenadas por la superioridad, con motivo de los sucesos revolucionarios de Octubre [de 1934] en Mondragón, Arechavaleta, San Sebastián y Fuerte de Guadalupe». Como él mismo hizo constar en su hoja de servicios, bajo palabra de honor «... está adherido al Movimiento Nacional desde antes de su iniciación (por conocerlo)...». Estos datos podrían haber sido la razón por la que fue nombrado el 14 de septiembre de 1936 Juez Especial en la Plaza de San Sebastián. Según Sierra Nava (2001, 414), en un relato algo impreciso, Llamas «fue el primer director en plaza de la cárcel donostiarra Zapatari u Ondarreta, juez del tribunal de Justicia Militar, asumiendo de hecho el oficio y suplantando a Fernández Ladreda, inspector de la Jefatura Nacional de Prisiones y a Daniel López de la Calle, delegado de Prisiones». Si el general Cabanellas se quejó del escaso rigor represor de los primeros días tras la ocupación de Guipúzcoa, un informe enviado al Cuartel General de Franco, señalaba que

 

      Gracias a la energía del juez especial comandante Llamas quien perfectamente compenetrado con la necesidad de una justicia eficaz ha mejorado el ambiente pasado de absoluta falta de autoridad que se notaba en esta provincia[80].

 

      Llamas no pasó desapercibido durante su estancia en San Sebastián. Una de sus primeras decisiones fue publicar un anuncio en la prensa, recabando información sobre «los desmanes cometidos por los rojos durante los sucesos acaecidos en esta capital»[82]. Además de su actuación al frente del Juzgado Militar situado en el Gobierno Militar de la calle Igentea, que pasamos a desgranar a continuación, tuvo una intervención pública que contribuye a trazar el perfil del personaje. Concluía el “festival patriótico” organizado en el teatro Victoria Eugenia para celebrar El Día de la Raza con la aparición en escena de la bandera española bicolor, cuando el juez militar especial, «profundamente emocionado, pronunció desde el palco que ocupaba unas vibrantes frases, un canto de amor y entusiasmo a España, lleno de fe y de entusiasmo, que provocó nuevos aplausos y ovaciones». Según su secretario, se trataba de un católico practicante que, en alguna ocasión, interrumpió sus trabajos de oficina para asistir a misa. Era, según la versión de su subordinado, «ponderado y ecuánime»[83].

      Llamas tuvo entre los secretarios de su Juzgado al alférez de complemento de Artillería Agustín Prado Fraile, uno de los más activos militantes de Falange Española de San Sebastián[84]. Su hermano Luis fue precisamente el fundador de esta organización en la capital guipuzcoana, su jefe provincial desde 1934 hasta los inicios de 1936 y murió en el verano de ese mismo año en Ondarreta, «asesinado por su adhesión a los ideales del movimiento». Agustín Prado, abogado de profesión, una vez producida la sublevación se presentó en el cuartel de la Guardia Civil, siendo uno de los miembros del grupo que se refugió en el Gran Casino al fracasar la misma en la capital donostiarra. Pudo escapar tras los combates y se incorporó el 17 de agosto a la subcolumna Saleta, integrada en el grupo de operaciones del teniente coronel Los Arcos. De este modo, tomó parte en las operaciones de ocupación de Brincola, Oñate y otros sectores del frente guipuzcoano. A partir del 16 de septiembre fue destinado al Regimiento de Artillería Pesada n° 3, con guarnición en San Sebastián, siendo destinado al Juzgado del comandante Llamas como secretario.

      Conservamos un testimonio directo de la actitud y trato ofrecido por el juez especial[85]. El sacerdote Gelasio Aramburu, coadjutor de Pasajes, se entrevistó con el militar el 30 de octubre de 1936 para intentar interceder por su primo el arquitecto nacionalista Pablo Zabalo huido a Francia. Pese a que se trataba de una reunión oficiosa, en la que Aramburu estaba acompañado de una conocida amistad del comandante y de la esposa de Zabalo, éste les recibió en calidad de juez, sin que se retirasen los dos ayudantes presentes en el despacho. Tras las presentaciones y haber averiguado el objeto de la visita, Llamas ordenó a sus ayudantes que anotasen el nombre del sacerdote, y, según la versión de éste, indicó a sus visitantes

 

      Yo les hablaré con entera franqueza y claridad como lo hice ayer con la señora de Vega de Seoane que vino a interceder por un sacerdote, un tal Onaindia, y le dije: No insista Vd. porque a Onaindia le fusilé el día 28.

 

      El sacerdote quedó extrañado «Al ver que en lugar de ocultar y desmentir como hasta entonces habían hecho, declaraba sin ninguna necesidad y se jactaba con petulancia de haber fusilado a un sacerdote», lo que le infundió gran pánico. Para cortar el silencio que siguió a dichas palabras, preguntó si era Celestino Onaindia el religioso fusilado, «entonces los secretarios consultando en un libro [las negritas son mías] me dijeron: efectivamente, Celestino se llamaba». A continuación Llamas preguntó a Aramburu por sus ideas y éste le contestó que él también había simpatizado con el nacionalismo. Ante esa declaración, el comandante indicó «pues bien, yo he fusilado a 16 sacerdotes y haré que ese número ascienda a 160, o sea multiplicado por diez». Ante el estado de nerviosismo del sacerdote, Llamas decidió jugar un poco con él. Primero afirmó que todo sacerdote que hubiese contribuido a difundir el nacionalismo «tendrá que pagar con el pescuezo», luego le impuso una multa de 5.000 pesetas, para a continuación, dirigirse a su conocida en tono afable «¿Qué, le perdonamos?» Ante la respuesta afirmativa de ésta (que de paso acusó a otro sacerdote de ser nacionalista) la conversación derivó hacia el asunto del arquitecto, indicándole Llamas que podía volver, asegurando que respetaría su vida. Al despedirse, tras estrecharle la mano le dijo «sea Vd. bueno». Al bajar las escaleras la conocida del comandante aconsejó a la esposa de Zabalo «ahora consejo de amiga, a este Sr. hay que untarle». Una vez en la calle le indicó al sacerdote: «¿Ve Vd. qué caballero y fino?».

      La afición del comandante Llamas por el dinero debía ser ampliamente conocida, porque llegó a ser recogida en unas notas del cardenal Gomá, en las que el padre Lacoume le indicó que el juez militar había requisado a uno de los sacerdotes presos, 25.000 pesetas, propiedad de la diócesis, y que no le constaba que las hubiese devuelto a la autoridad eclesiástica[86]. Es más, «Apunto el hecho porque se me asegura, sin prueba, que este citado Juez Militar aceptó dinero de algunas personas complicadas»[87]. La animadversión contra los religiosos nacionalistas también se difundió. Según José Ángel Lizasoain, presidente de Acción Católica de San Sebastián, Llamas declaró que «sacerdote que llegue y sea nacionalista, lo despacho enseguida»: Gomá añadía en su escrito al cardenal Pacelli, «despachar aquí es sinónimo de fusilar»[88].

      El comandante fue el responsable directo de muchas de las ejecuciones. El procedimiento debió ser el mismo que fue utilizado en otras zonas controladas por los alzados. Así, en Zaragoza, y durante los primeros meses de la sublevación, un mando del Servicio de Información Militar, un coronel, se había convertido en «el hombre todopoderoso que manejaba nuestras vidas. Estudiaba nuestras circunstancias personales, pedía, a veces, informes a la Universidad, a la policía o a la Iglesia, y tomaba sobre nuestros destinos cualquiera de estas dos decisiones: muerte o libertad» (Uriel, 1988, 83). En el segundo caso, enviaba un oficio a la prisión ordenando la puesta en libertad del preso mediante un enlace ciclista. En el primero, la orden, que indicaba, asimismo que se le pusiese en libertad, incluía la salvedad «si no está reclamado por otra autoridad». En estos casos el enlace no se dirigía a la prisión, sino que acudía a la Jefatura de Falange, y eran miembros de esta organización los que se presentaban en la prisión para llevarse al detenido y asesinarlo.

      En el caso sevillano, el Delegado de Orden Público, el capitán Manuel Díaz Criado centralizó el proceso y era él quien decidía los fusilamientos. Se trataba de un oficial que cumplía con todos los tópicos negativos del cuerpo: alcohólico y mujeriego, nunca llegaba a su despacho antes de las seis de la tarde. Sus subordinados realizaban unos expedientes más o menos someros, sin tomar declaración a los detenidos la mayoría de las veces, y en base a los mismos Díaz Criado tomaba una decisión. En alguna ocasión estudió los expedientes en un café, mientras celebraba una juerga, acompañado del lumpen sevillano. Sólo recibía a mujeres jóvenes a las que forzaba a mantener relaciones sexuales a cambio de liberar a sus familiares. Una amiga suya, relacionada con la prostitución, realizaba idéntica labor a cambio de dinero. Díaz Criado nunca firmó una sentencia, sino que se limitaba a marcar los expedientes con la inscripción X2 (Ortiz, 1998, 159). La palabra muerte o ejecución no quedaba registrada en ningún documento. Los consejos de guerra a civiles no empezaron en la capital andaluza, con algunas excepciones, hasta febrero de 1937.

      El procedimiento de poner en libertad y fusilar era habitual también en Navarra, Vitoria, Santiago de Compostela o en Cúrense. En el caso de Santiago de Compostela, los resultados del primer consejo de guerra se publicaron el 17 de agosto de 1936, pero las ejecuciones con juicio sumarísimo llevaron un ritmo paralelo a los paseos. En este último caso, también les decían que les ponían en libertad. Para que los enterradores supiesen que se trataba de una ejecución política se les disparaba un tiro en el puño cerrado (Tojo, 1990, 41). El problema que tenemos para identificarlos es que muchas de las órdenes de puesta en libertad eran efectivamente para ponerlos en libertad, por lo que un mismo oficio de una misma autoridad con el mismo texto podía suponer la muerte o la libertad de la víctima (Prada, 2006, 192).

      Esta situación también debió producirse en el caso guipuzcoano. Cuando Zapirain señala que muchos presos desaparecían, hacía referencia en todos los casos a acusados que no habían sido ni procesados, ni juzgados por un consejo de guerra. Varios de los testimonios recogidos, sin embargo, mencionan la existencia de un “dossier” que acompañaba a cada preso. Así, Luis de Arrizabalaga mencionó al padre Barandiaran que un vecino suyo de Mondragón se había reunido con el comandante Llamas y que éste le indicó que todos los detenidos de dicha localidad que eran llevados a las cárceles de San Sebastián «traían tal expediente, que no había más que fusilarlos». En opinión de Arrizabalaga, los expedientes estaban preparados por el teniente coronel que allí asumía la autoridad militar y el nuevo alcalde (Gamboa-Larronde, 2006, 128). En el caso del sacerdote José Ariztimuño, una carta del cardenal Gomá Pacelli, dando cuenta de las acusaciones que pesaron sobre Ariztimuño (que dicho sea de paso eran una manipulación flagrante de lo sucedido) añadía «Todo es declaración suya, que obra en el archivo militar de San Sebastián»[89]. La primera, versión de la obra de Juan Iturralde (pseudónimo de Juan José Usabiaga) El pueblo vasco frente a la cruzada franquista incluía los facsímiles de varios documentos sobre Aitzol procedentes de la cárcel de Ondarreta, aunque no se especificaba cómo se habían conseguido (1966, 462-464). El primer documento era una copia del expediente procesal de ingreso en la prisión que se limitaba a ofrecer la filiación del detenido, su dirección, que había ingresado “procedente de la Capital” el 15 de octubre, entregado por la Guardia Civil, «en concepto de estancia a disposición de Gobierno Militar con suplicatorio de la citada fuerza que se une al expediente de Luis Sesma Benavente». El segundo documento, de fecha 17 de octubre, firmado por el comandante juez especial Ramiro Llamas, del Juzgado permanente de Instrucción de la Sexta División, ordenaba poner en libertad a 14 personas, entre ellas José Ariztimuño «detenidos a mi disposición». El documento incluía un quinceavo nombre que, por alguna razón, tal vez afortunada, fue tachado en el último momento, tachadura que Llamas, diligentemente, indicó que había realizado personalmente. El tercer documento, también del día 17, señalaba que Ariztimuño había sido puesto en libertad por orden de Llamas y añadía «que queda unida al expediente de Luis Megido». Luis Megido se trataba de una de las personas “puestas en libertad” con Aitzol, conducidas a Hernani y fusiladas. Estaba firmado por el director interino. En los tomos dedicados a la cuestión del clero en la Historia General de la Guerra Civil en Euskadi, se incluyen otros facsímiles, como el relativo al también sacerdote Alejandro Mendikute, donde se especifica que llegó a Ondarreta por un escrito del gobernador civil, José María Arellano, en el que se solicitaba el ingreso en la cárcel provincial, pero «a disposición del juez militar de esta Plaza». Fue puesto en libertad por orden del comandante juez instructor Ramiro Llamas (1981, 303).

      Como bien señala Iturralde (1978, 355):

 

      Si algún día se le franquean al futuro historiador los archivos penales de San Sebastián y tiene la suerte de encontrar los documentos originales —dudo mucho que lo consiga— se llevará la sorpresa de que lo único habido contra don José fue detención en San Sebastián, sin duda en su domicilio —detención que duró breve tiempo, dos días— y libertad por orden del juez, volviendo sin duda el detenido a su domicilio.

      (...)

      Aquella gente levantaba sus documentos de manera que pudieran servir a un expediente a lo Moscardó. De donde resulta que la verdad oficial es una y la verdad verdadera muy otra. La verdad y la justicia, como la vida, eran escarnecidas con la burla más sangrienta, entre los alzados por Dios y por España

 

      La unión en un mismo expediente de varias personas que, como en este caso, no tenían aparente relación entre sí, se trataba de una práctica habitual que, además de dificultar la localización de la documentación, muestra la falta de rigor jurídico con que actuaban las autoridades militares.

      De hecho, la percepción de Zapirain y de los familiares de los desaparecidos es que, una vez en las prisiones de San Sebastián, no se realizó ningún trámite más que contara con la participación directa de los implicados, salvo la propia ejecución. Dicho hecho provocó que el Lehendakari Aguirre protestase en su mensaje de Navidad de 1936 por las ejecuciones, recriminando en concreto a la Iglesia Católica el haber permitido el fusilamiento sin juicio de numerosos sacerdotes. Esta acusación llevó al cardenal Gomá, además de escribir una Carta Abierta a José Antonio Aguirre, a interesarse por el procedimiento que se había seguido en la ejecución de los religiosos, aunque conocía perfectamente el resultado, ya que, como veremos más adelante de forma detallada, fue el artífice de que se detuvieran este tipo de muertes. Gomá se entrevistó en San Sebastián con el único protagonista militar de dichos acontecimientos que permanecía en la capital, el secretario del Juez Especial, comandante Llamas, Agustín Prado. El secretario debió mostrar al cardenal los expedientes de los sacerdotes y le autorizó a copiar algunos documentos para enviarlos a Roma. Según el informe que envió el propio cardenal al Vaticano con fecha de 20 de febrero de 1937, se imponía una conclusión: que sí se habían celebrado los juicios, pero que según Prado

 

      El criterio del enjuiciamiento obedeció a las circunstancias de cuando se acababa de conquistar la ciudad de San Sebastián después de la resistencia durísima de los nacional-comunistas: justicia rápida y ejemplar. Particularmente para aquellos cuya preeminencia social importaba mayor responsabilidad. Fueron juzgados algunos sacerdotes (...). Se les midió según el rasero de todos los presuntos culpables, de los que cuatrocientos y pico fueron condenados a muerte (...). El juicio fue sumarísimo como correspondía al caso [las cursivas son nuestras]. Es falso como se ha afirmado que fuese juzgado un solo sacerdote sin que le tomaran declaraciones. Los ejecutados fueron dieciséis: lo fueron vestidos de seglar; de noche para evitar publicidad; avisados poco antes para evitarles sufrimientos morales; procurándoles confesores que fueron los padres jesuitas Lacoume y Urriza; acompañándoles el pelotón de voluntarios para su custodia y un automóvil que servía de confesionario[89].

 

      El padre Urriza, que había tratado de justificar la actuación de los militares, «un gobernador no puede proceder siempre por la vía judicial, máxime en tales circunstancias» (Gamboa-Larronde, 2006, 240), afirmó en una carta particular de 26 de enero de 1937 y que se halla en el archivo del cardenal Gomá, que «Yo he visto bastantes expedientes: depone el acusado y varios testigos; falla el juez. No dirá nadie que en las cosas humanas no quepa posibilidad de error; pero se ha hecho justicia segura y expedita». A todos los sacerdotes se les formó proceso[91]. Idéntica opinión manifestó en 1941 Ramón Sierra Bustamante en su obra Euzkadi. De Sabino Arana a José Antonio Aguirre. Según este importante testigo, exgobernador civil de Guipúzcoa en 1936, los sacerdotes nacionalistas fueron ejecutados por las autoridades regulares del Ejército de ocupación después de ser sometidos a los procedimientos sumarios establecidos por las necesidades de la guerra. Sierra justificó las ejecuciones, aduciendo que en los principios de la campaña del Norte cuando, por necesidades de guerra, las atribuciones de los comandantes de columna eran casi omnímodas y la rapidez de la Justicia se imponía, la previsión y el escarmiento eran normas poco menos que obligadas (1941, 128 y 209).

      Pese a estas protestas, creemos estar en condiciones de sostener que la afirmación de que fueron juzgados es falsa. Los acusados no fueron procesados debidamente y mucho menos llevados hasta un tribunal. Su muerte fue el resultado de la combinación de la arbitrariedad de un juez militar y las disposiciones, también arbitrarias, de una serie de personas que, presumiblemente, eran las que formaban parte de la Junta de Orden Público. En cualquier caso, no se trataba de ningún juicio. No creemos que se utilizó ninguna vía descrita en el Código de Justicia Militar, ni siquiera los procedimientos sumarísimos de urgencia que permitían que en 24 horas se oyese a los acusados, a los testigos y que se dictase sentencia de cumplimiento obligado. Esto hubiese supuesto, si aceptamos como verdadero el testimonio de Zapirain, que los presos, en grupos de tres o cuatro como mínimo, eran sacados de la prisión a las 12 de la noche, llevados ante un tribunal militar, juzgados, condenados y conducidos al lugar de la ejecución horas más tarde. ¿Qué sentido tenía utilizar la vía del sumarísimo de urgencia, cuando al mismo tiempo se estaban realizando consejos de guerra sumarísimos donde se cumplían todas las formalidades, proporcionando incluso un traductor de euskara a los presos? ¿Qué sentido tiene que, si Aitzol, el sacerdote José Ariztimuño, y sus 13 compañeros, habían sido juzgados, exista una copia de la orden por la que fueron puestos en libertad, horas antes de morir? Pero es que incluso esa improbable vía también habría dejado rastros documentales, porque el sumarísimo de urgencia también exigía ciertos trámites. ¿Qué sentido tiene que en El Ferrol se conserven los expedientes de los presos sometidos a consejo de guerra sumario y no los de los supuestos afectados por los sumarísimos de urgencia?

      Como hemos indicado en la introducción, el Archivo Militar Intermedio de El Ferrol no guarda, aparentemente, ningún expediente sobre estos casos. Tampoco el archivo de la cárcel de Ondarreta (conservado actualmente en la prisión de Martutene) posee los expedientes de dichos presos, aunque la mayor parte de ellos sí están inscritos en los libros-registro de entradas y salidas. Nuestra convicción es que, visto el escándalo suscitado especialmente por la ejecución de los sacerdotes, las autoridades decidieron hacer desaparecer las posibles pruebas, precisamente porque los juicios no se habían celebrado. De este modo, los expedientes que pudo hojear y copiar el cardenal Gomá y el libro-registro que leyó Llamas delante del sacerdote Gelasio Aramburu fueron destruidos o, tal vez, ocultados en un archivo desconocido hasta el presente. Un último dato confirma esta posibilidad. Según Jean Pelletier (1937, 109-110), los guardianes de Ondarreta reunieron en el patio a los presos, el 10 de abril de 1937, y les preguntaron por las circunstancias en que fueron detenidos. Una tercera parte de los detenidos tuvieron que explicar a los rebeldes el delito de que se les acusaba. Se había perdido la documentación donde constaban sus acusaciones.

      Tal vez lo que debería resultar más sorprendente, aunque no lo sea conociendo las circunstancias y el pensamiento del personaje, es que el cardenal Gomá diese por buena la versión de Prado. De hecho, antes de entrevistarse con el exsecretario de Llamas, el cardenal redactó una serie de notas en las que resumía sus reuniones con el nuevo gobernador militar de Guipúzcoa y con el padre Lacoume. Las conclusiones son palmarias:

 

      Aparece envuelto en el mayor secreto todo lo referente a los motivos que determinaron los fusilamientos de los sacerdotes. Parece que se han hecho desaparecer todos los rastros relacionados con estos casos.

      (...)

      De mi entrevista con el P. Lacoume recojo los siguientes datos: Por declaración hecha (al morir) de los propios ejecutados, consta de modo cierto que a la mayor parte de ellos no se les tomó declaración formal. Parece que a casi todos se les acusaba de delito de espionaje, encubridores de espionaje (Sr. Onaindia, por ejemplo, encubridor del Sr. Peña Garicano [sic]) y propaganda de nacionalismo, o carácter destacado dentro de la organización.

 

      Pese a estos testimonios, Gomá prefirió aceptar la versión de Prado. Para Ricard Vinyes sería precisamente ese intento de negar el crimen humano, borrando la documentación o encubriéndolo a través de un lenguaje eufemístico para que no dejase excesivos rastros y buena parte de lo sucedido quedase «eternamente en el anonimato o en la banalización», la característica más destacada del sistema represivo franquista[92]. Para Francisco Espinosa (Casanova 2003, 54-57), la ocultación de las pruebas del terror contrarrevolucionario, especialmente de la represión paralegal, ha provocado que incluso hoy en día sigan existiendo problemas no solamente para estudiar su repercusión, sino para poder demostrar su existencia e importancia. En su opinión, la distinción entre asesinados y fusilamientos, paseos y fusilamientos (represión legal) ocultaba que hubo un solo proceso represivo dividido en varias fases. La palabra paseo sólo sería apropiada para una situación donde la violencia fuese ejercida por grupos incontrolados que actuasen al margen del Estado. Según Espinosa «En la zona sublevada, donde la represión se planificaba y donde la jerarquía y la disciplina fueron absolutas, los crímenes se produjeron en todo momento con el conocimiento de las autoridades, por medio de fuerzas designadas para la ocasión por esas mismas autoridades e incluso con un cura confesor entre el camión y el paredón. Eso no es un paseo. Tampoco —por más cómodo que sea— resulta muy riguroso hablar de fusilamientos, ya que si hablamos con propiedad, sólo cabría hablar de éstos como final de un proceso que se iniciaría con la detención legal y concluiría tras la sentencia de muerte con el certificado médico de defunción previo a la inscripción en el Registro Civil». Estaríamos, pues, ante palabras buscadas para encubrir la verdad y orientar las responsabilidades hacia las víctimas de la agresión.

      Este tipo de ejecuciones sin juicio ha tenido como consecuencia indirecta y probablemente buscada, la dificultad de conseguir documentación que permita concretar de manera exacta el número de ejecuciones. Otro dato dificultó, aún más si cabe, la labor de contabilidad y de identificación de los fallecidos: los familiares tenían generalmente prohibido llevar luto por los muertos, celebrar funerales por sus almas (es el caso de los aretxabaletarras Victoriano Akizu e Isidoro García Echave) o publicar esquelas en la prensa. Sólo hemos encontrado la esquela de Manuel Garbizu, publicada el 18 de octubre en La Voz de España. Su funeral, sin embargo, fue prohibido por las mismas «autoridades carlo-militar-fascistas» que lo mandaron detener y ejecutar[93]. En una sociedad tradicional como la vasca, en la que la presencia y el ejercicio de los ritos funerarios ha tenido y tiene una importancia muy destacada, dicha prohibición suponía un triple castigo: a la víctima, porque se le negaba el reposo junto a sus antepasados; a su familia, porque tras la incertidumbre y la zozobra de la espera, se les impedía celebrar los ritos que les habrían permitido exteriorizar su dolor e incluso renovar en el futuro las ceremonias que vinculan los difuntos a sus familias; y, en tercer lugar a la comunidad, porque imposibilitada de honrar los restos de sus convecinos, su recuerdo, el de su pensamiento y el de su acción, desaparecerían más fácilmente (Prada, 2006, 202).

 

 

Hernani, centro de ejecuciones sin juicio

 

      Hernani se convirtió, tras la ocupación de la villa, de San Sebastián y, al poco, de la práctica totalidad del territorio de Guipúzcoa, en testigo involuntario de la represión más sangrienta y feroz llevada a cabo por las tropas militares sublevadas el 18 de julio de 1936, en el lugar de ejecución de la retaguardia franquista. La razón de la elección de Hernani estriba, probablemente, en su cercanía a la capital donostiarra, pero, al mismo tiempo, al constituir un término municipal diferenciado, las ejecuciones no obligaban a la intervención de las autoridades judiciales y sanitarias de la capital. Se trata de una característica que se repite también en otras provincias. Según Iñaki Egaña, el carácter turístico de la capital también contribuyó a llevar las ejecuciones fuera de los límites de la misma[94], aunque no se puede olvidar que el monte Ulía (éste sí en el término de San Sebastián) también fue escenario de muchas ejecuciones. Julio Prada, que ha estudiado el caso de Ourense, sostiene, por su parte, que no existe una lógica que explique muchas de las actuaciones represoras, ya que, por ejemplo, explicar los traslados de los presos a zonas más o menos alejadas de las prisiones, como un intento de asegurar el anonimato de los verdugos no tenía sentido. “Todo el mundo” sabía los nombres de los integrantes de dichos grupos y ellos mismos difundían sus acciones y el número, en muchas ocasiones exagerado, de sus víctimas. Esta circunstancia se ve corroborada en nuestro caso por la participación de numerosos guipuzcoanos, de forma voluntaria u obligada, en las tareas de vigilancia de la prisión provincial, del Gobierno Militar, donde se hallaba Llamas, y de numerosas instalaciones militares. Al contrario, los traslados serían consecuencia de la necesidad de extender el terror para paralizar cualquier posible resistencia. Para ello, los asesinatos de Ourense, por ejemplo, se cometieron muchas veces en puntos estratégicos muy frecuentados de las vías de comunicación (Prada, 2006, 201). No parece, de cualquier modo, que éste sea el caso guipuzcoano, porque se eligieron sitios más o menos discretos como Hernani y Oyarzun.

      Vecinos de diversas poblaciones de Guipúzcoa, Vizcaya, Navarra e, incluso, ciudadanos de otras nacionalidades, fueron fusilados durante el otoño de 1936 en la villa de Hernani. Según la Relación nominal de los enterramientos colectivos que existen en la demarcación de este Puesto —realizada por la 143ª Comandancia de la Guardia Civil, Iª Compañía, Línea y Puesto de Hernani—, con fecha de 17 de junio de 1958, en el cementerio de la villa se encontraban enterrados en ese momento, en 1958, Martín Lecuona Echaveguren, Gervasio Albisu Bideaur, José Ariztimuño Olaso, José Adarraga Larburu, Celestino Onaindia Zuluaga, José María Elizalde Zubiri, Gabino Alustiza y «juntamente con los reseñados anteriormente unos 190 individuos más aproximadamente, cuyos nombres se desconocen totalmente, los cuales también fueron ejecutados por las Fuerzas Nacionales»[95]. Desconocemos la razón por la que sólo se citan nominalmente a cinco sacerdotes fusilados y a dos seglares (Elizalde y Alustiza) que no tienen relación directa con ellos.

      Las ejecuciones llevadas a cabo en Hernani se sucedieron desde los últimos días del mes de septiembre de 1936. Desde esas fechas, de una manera intensa a lo largo de todo el mes de octubre y más moderadamente en la primera quincena de noviembre se llevarían a cabo, según el documento antes citado, en torno a 200 muertes, «ejecutados por las Fuerzas Nacionales». Por lo tanto, serían los sucesivos gobernadores civiles y militares los responsables de las mismas. Hernani compartió con Oyarzun el triste honor de ser el destino final de buena parte de los presos de la cárcel de Ondarreta, pero no fueron los únicos lugares donde se ejecutó a presos de dicha prisión. Según Euzko Deya un número inconcreto de detenidos fueron ejecutados en la carretera entre Orio y Zumaya, siendo enterrados unos en Zarauz y otros en Usúrbil[96].

      Los presos retenidos en la cárcel conocían, como hemos señalado con anterioridad, el intenso movimiento que se producía casi todas las noches, cuando un número variable de presos, unos cuatro de media, era despertado, se le comunicaba su puesta en libertad y abandonaba la prisión. Las visitas que recibían o las conversaciones con algunos de los guardianes les permitían saber a los que permanecían en la prisión que ninguna de las personas excarceladas en tales condiciones había regresado a su domicilio. Hacia las 11 de la noche se oía la llegada de un camión, el ruido de cuyo motor nunca pudo olvidar Salvador Zapirain y presumiblemente tampoco el resto de los supervivientes. Varios milicianos derechistas, acompañados de funcionarios de la prisión, se encargaban de hacer salir a los elegidos. Tan pronto los presos atravesaban las puertas del presidio eran obligados a subir al vehículo que les conduciría al lugar de su ejecución.

      Aunque el camino no era el mismo, también coincidieron en el punto de destino, cuando menos varios vecinos de Hernani, provenientes de otros centros de detención, en este caso, locales. Serían los casos, entre otros, de Saturnino Garbizu, retenido en la casa Atsegindegi, hoy desaparecida, o de Angel Arbiza, detenido en la cárcel municipal, el hoy archivo municipal, de donde salió en libertad para nunca más saberse de él (fusilado en Hernani, o según otras informaciones, en Andoain). Es probable que también fueran llevados a Hernani detenidos de las prisiones falangistas o tradicionalistas.

      Tenemos constancia de que «Sólo uno de los que fueron conducidos frente al pelotón de fusilamiento logró salvar su vida. Se trató de Elias Miner, quien logró saltar en marcha de la camioneta que le trasladaba a Hernani desde la cárcel de Ondarreta, en medio del intenso fuego producido por sus guardianes. Escondido durante años, logró sobrevivir a la represión»[97]. Otro caso fue el de uno de los presos trasladados a Oyarzun. El preso, un anarquista que se enroló en Falange, pero que a pesar de ello fue detenido, se fugó aprovechando la oscuridad, cuando descendió del camión, pero resultó herido y se ocultó en un caserío de dicha población. Los moradores del mismo decidieron finalmente entregarlo y pese a un nuevo intento de huida murió en las cercanías del caserío Txikierdi.

      Una vez en Hernani, los presos quedaban en manos de los capellanes que, en ocasiones les acompañaban desde la misma prisión. Si durante los primeros días, los ejecutados, católicos en la mayor parte de los casos, carecían de consuelo religioso, a partir de una fecha indeterminada, éste se producía gracias a los padres jesuitas que actuaron como capellanes de la prisión, pero bajo juramento de que jamás darían a conocer la identidad de los fusilados, ni las circunstancias de la ejecución. Según parece, la principal preocupación de estos capellanes fue que los condenados se mostraran arrepentidos antes de ser fusilados, que murieran confesados, después de haber pedido el perdón por sus pecados. No sabemos si también sucedió en Hernani, pero uno de los padres jesuitas proporcionó a un joven de Urnieta condenado a muerte en un consejo de guerra una pastilla de Veronal, un sedativo del grupo de los barbitúricos, para intentar tranquilizarlo dado su estado nervioso (Gamboa-Larronde, 2006, 93).

      Los pelotones de fusilamiento estaban formados por militares, falangistas, requetés y voluntarios cercanos a los sublevados y a sus organizaciones afines[98]. Entre los hijos de los aristócratas que participaron en los fusilamientos destacan dos nombres, uno de los hijos del empresario vizcaíno Gabriel de Ybarra, que según un rumor que llegó a Bayona, «se jactaba en San Sebastián de haber dado él mismo el tiro de gracia al sacerdote D. José Antonio (sic) Ariztimuño» (Gamboa-Larronde, 2006, 588)[99], y José Luis de Vilallonga, un heterodoxo miembro de la Grandeza de España. Según Iñaki Egaña, algunos de los miembros de dichos pelotones continuaron durante años vanagloriándose de sus hazañas[100].

      Vilallonga, «quizás con el deseo de lavar su mala conciencia o de proclamar sus convicciones», publicó en París el año 1971 una novela, escrita en francés, titulada Fiesta en la que supuestamente relataba su experiencia personal como integrante de uno de estos pelotones. El joven aristócrata catalán, con apenas 16 años, fue reclamado por su padre al colegio francés donde estaba internado para que participase en el bando nacional en la recién iniciada Guerra Civil. Si hemos de creer a Vilallonga, su progenitor no encontró mejor forma de endurecerlo que hacerle participar en dichos pelotones[101]. La novela, llamémosla así, está repleta de tópicos. El escenario central de la acción es la población de Mondragón, aunque la descripción de la misma y de sus habitantes más parece responder a las de una ciudad andaluza que a una población vasca. El crucero Baleares aparece mencionado brevemente en un improbable bombardeo sobre el monte Aránzazu, situado a 40 kilómetros de la costa y en manos de los militares sublevados desde finales de agosto. Los militares que aparecen en la novela son borrachos y morfinómanos, y su responsable máximo homosexual. De la misma forma en que los anarquistas catalanes justificaban el fusilamiento de sacerdotes en Aragón afirmando que disparaban desde los campanarios, el sacerdote ejecutado en la obra es detenido en idéntica acción. El libro desentraña supuestamente algunas de las claves en las que se movieron los verdugos: «fusilamos a los hombres, a las mujeres y también a los niños, (...) La sangre no tiene edad, ni sexo». El gobernador militar de Guipúzcoa López-Quimbo, (sosia de López Pinto, jefe de la 6ª División dos meses más tarde de lo acontecido en Hernani o de Arturo Cebrián y Sevilla, gobernador militar de Guipúzcoa), es presentado como un católico ferviente, que «amaba la sangre». Sorprende el tono irónico y el desprecio hacia las víctimas de los fusilamientos.

      Posteriormente, una vez muerto Franco, Vilallonga participó en varios programas de televisión y concedió entrevistas en las que reconoció, sin ningún síntoma de arrepentimiento, que había participado en los fusilamientos de Hernani y que, al menos una de las ejecuciones fue presenciada por un numeroso grupo de la alta sociedad donostiarra, «que acudieron al cementerio después de escuchar misa, todos endomingados con sus mejores galas»[102]. En fecha más reciente (10 de junio de 2002) Vilallonga ha vuelto a referirse a los fusilamientos en Hernani, en un artículo en el que, consciente del nuevo clima que se vivía en España, señaló que salvó la vida a tres sacerdotes, lo que lamentaba mucho, porque uno de ellos podía haber sido el obispo José María Setien. De acuerdo con sus palabras en una entrevista: «Matábamos cada día, comenzábamos a fusilar a las seis de la mañana y pasábamos toda la mañana fusilando gente» (Armengou-Belis, 2004, 62), pero eso es difícil de creer, porque los presos de Ondarreta eran sacados a media noche, y los grupos casi nunca sobrepasaban, exceptuando el período entre el 18 y 22 de octubre, las diez personas. No se puede saber hasta qué punto es cierto lo que relata este personaje, ya que en su momento realizó declaraciones polémicas y contradictorias. Ni siquiera se puede saber si la noche en que fusilaron a Aitzol, Vilallonga se encontraba en Hernani, ya que su testimonio de que en una ocasión capturaron un barco que llevaba alrededor de 300 personas y luego los mataron «como a conejos» y por eso tenía el hombro dolorido (Torres, 2003b, 80), es falso. El Galerna no llevaba más de 50 viajeros y la tripulación, y no todos ellos fueron fusilados.

      Según José de Arteche (1970, 128), varios requetés participaron también en los pelotones de ejecución. Un navarro de su compañía le contó numerosos detalles de las ejecuciones:

 

      El despojo por los del piquete de cuantos objetos valiosos tuviesen los condenados, tan pronto éstos trasponían las puertas de la prisión. La confesión de los sentenciados de pie, ya junto al paredón, vigilados hasta en aquel momento por uno del piquete arma al brazo. El borbollear producido por el escape del pulmón atravesado, en los fusilados que aún respiraban. La larga hilera que cae derrumbada, excepto uno en el extremo de ella porque el piquete a pesar de su número no alcanzaba para todos, y las palabras irremisibles al desgraciado que, viéndose él solo de pie al lado de los compañeros caídos, alumbró quizá en un momento, un fulgor de esperanza: —Ahora te toca a ti—. El hombre obligado a alumbrar con un farol la silueta de los condenados que los piquetes poco numerosos determinaban matar uno a uno para ahorrarse la labor de los tiros de gracia.

 

      El periódico comunista Euzkadi Roja publicó, con motivo de la detención del Galerna, que uno de los verdugos era un guardia civil al que llamaban “el Antoñito” que alardeaba de tener el record de fusilamientos «con la nariz pegada a la pared».- En una nota muy probablemente exagerada, el semanario añadía que «Este refinado criminal ha llegado, incluso, a coleccionar orejas de camaradas asesinados en Donostia y exhibe por todas partes los macabros trofeos»[103].

      Un sacerdote guipuzcoano que tuvo que luchar en el ejército franquista, relata en sus memorias, recogidas con el pseudónimo de Beltxarana por Euzko Apaiz Taldea (1981, 325-326) que el jefe de vigilancia de Falange, Luis Fernández, al que ya hemos citado anteriormente, y otro falangista llamado Severiano Alvarez, «dos bestias más», participaron activamente en muchas de las detenciones que se produjeron en esos días, en muchos fusilamientos, impidiendo que se confesaran los condenados, e intervinieron de forma directa en las muertes de los tres sacerdotes de Mondragón ejecutados en Oyarzun[104].

      Los lugares de fusilamiento en Hernani fueron fundamentalmente tres. Dos en el paraje de Galarreta, muy cercano a la muga con San Sebastián: en una sima cercana al caserío Illarratsueta y en el cruce situado al final de la denominada “Cuesta de la Muerte” (ya era denominada así, antes de que se produjesen los hechos que estamos relatando, por los numerosos accidentes que se producían en la zona). El tercero, a la entrada del cementerio municipal, en los muros entonces existentes antes de entrar al mismo, en el otro extremo de la localidad. Según el testimonio del guipuzcoano Isidro Inchausti, no confirmado por otras fuentes, un amigo suyo llamado Francisco Perurena le indicó, a principios de octubre de 1936, que había visto muchos cadáveres en la cuneta de la carretera que va de Hernani a Goizueta (Gamboa-Larronde, 2006, 320).

      Los primeros fusilamientos debieron de producirse en la zona de Galarreta, generalmente al amanecer y frente a otros casos, donde los ejecutores respetaban los domingos, los días festivos no eran óbice para que se llevase a cabo tal mortífera labor. «Los moradores de los caseríos de alrededor se quejaron repetidas veces a los responsables de aquellos fusilamientos de que eran muchas las noches en las que se sentían atormentados con los ayes lastimeros de los ejecutados, que se debatían dolorosamente entre las angustias de una cruelísima agonía» (EAT, 1981, 309). Los cuerpos de los fusilados en Hernani eran abandonados allí mismo, hasta que, a las horas o a la mañana siguiente, eran recogidos por el carro de la basura y trasladados al cementerio municipal. Josebe Goya, hija del enterrador encargado del camposanto lo recuerda así:

 

      En un carro de basura, como si fuera ganado... para que nadie fuese a mirar, anunciaban la llegada del carro a toque de campanilla. La gente tenía que quedarse en su casa...

 

      Después, desde mediados de octubre, los fusilamientos comenzaron a celebrarse a la entrada del cementerio, “más discretamente”: «...Hacia mediados de octubre empezaron ya a fusilar aquí, contra el muro de la entrada del cementerio (...) el lugar quedaba encharcado de sangre. Encima le echaban gravilla gris, (...) pero si se pisaba allí salía una huella roja...»[105]. A finales de mes, el propio general Mola debió visitar los escenarios de las ejecuciones, y días más tarde, las ejecuciones desaparecieron prácticamente de Hernani. Según diversos testimonios escritos, Mola ordenó a las autoridades que «se fusilara con mayor discreción»[106].

      El enterrador rebuscaba entre las pertenencias de los fallecidos, en sus bolsillos, por si encontraba algún objeto, fotografía o dato con los que poder identificarlos, ya que, en ningún momento fueron inscritos en los libros registros del cementerio[107]. Según varios testimonios, Juan Goya, el enterrador del cementerio de Hernani, anotaba el número de los inhumados indocumentadamente y los nombres de todos aquellos que pudo identificar, en un pequeño cuaderno “de color verde” que conservó su familia durante muchos años, pero que no hemos podido localizar. Los fallecidos fueron inhumados en las dos fosas comunes habilitadas en el cementerio municipal. Las fosas se conocen hoy en día como la “Cripta-Panteón” y “Monumento a los muertos violentamente por sus ideales”.

      Algunos de los familiares de los fallecidos intentaron recuperar sus restos sin éxito. Unos pocos, sin embargo, lo consiguieron clandestinamente a los pocos días de consumarse los fusilamientos y después de conocer el paradero de sus allegados. Es el caso de Juan Antonio Landin Urrieta, exhumado una noche a los pocos días de conocer su familia su fusilamiento en Hernani, y sepultado “dignamente” en el panteón de la familia Sarasqueta, entonces médico de Hernani. Otros, que lo intentaron legalmente, vía administrativa, jamás lo lograron, caso de Joaquín Arrúe, familiar de José Ariztimuño Olaso Aitzol[108]. ¿Cuántos y cómo lo conseguirían finalmente? No tenemos constancia de ello.

      El panorama que se podía presenciar a la entrada al camposanto hernaniarra era tal, que el alcalde accidental de la villa, Julián Madina, con fecha de 30 de octubre de 1936, dictó el siguiente bando: «Hago saber: Que este año queda prohibido el acceso del público al cementerio los días de Todos los Santos y Ánimas»[109]. Se trataba de una limitación que también se produjo en otras localidades españolas como Córdoba (Casanova, 2001, 94). Por el contrario, las autoridades franquistas de San Sebastián adecentaron el camposanto municipal de Polloe, colocaron nuevas cruces y una lápida en recuerdo a las víctimas causadas por el Frente Popular. La víspera, centenares de personas acudieron al cementerio para adecentar las tumbas de sus familiares, colocando muchas de ellas ramos con los colores amarillo y encarnado de la bandera roja y gualda:

 

      Este año, la fiesta de Todos los Santos y el día llamado de Difuntos, reviste una excepcional importancia, la visita tradicional que se hace a los muertos, tiene hoy caracteres de una manifestación, que carece de nombre, es mezcla de protesta muda nacida en el fondo del alma dolorida por tanta y tanta pena y es a la vez pleitesía rendida a los mártires de la Patria asesinados por confesar la fe de Cristo.

 

      Por esas mismas fechas, Hernani fue sustituido por Oyarzun como centro básico de las ejecuciones en Guipúzcoa. En esta última localidad fueron fusiladas, antes de la caída de Bilbao, según algunas fuentes, algo más de un centenar de personas. Primero en el cementerio, luego, de forma más discreta, en la carretera de Artikutza (Gamboa-Larronde, 2006, 345).

 

 

El final de las ejecuciones

 

      Aunque se produjeron algunas ejecuciones aisladas más, el último grupo de muertos en Hernani del que tenemos constancia se produjo el 5 de noviembre. El debate sobre las causas por las que los fusilamientos en la villa de Hernani finalizasen de forma más o menos abrupta facilitó la aparición y difusión de teorías de todo tipo. La explicación más convincente está relacionada con el fusilamiento de varios sacerdotes acusados de nacionalistas que analizaremos de forma detallada en un apartado siguiente. Según todos los indicios, hacia el 26 de octubre, José Ángel Lizasoain, presidente de Acción Católica de San Sebastián y asesor del Gobierno Civil, informó al cardenal Gomá de que habían sido fusilados 9 sacerdotes. Por las mismas fechas, pero sin que se pueda concretar el día, el padre Urriza se entrevistó con Gomá para darle cuenta de lo que estaba sucediendo. Gomá informó de los hechos el mismo día 26 al general Dávila, presidente de la Junta Técnica del Estado y al propio general Franco y éstos le aseguraron que dichos hechos no volverían a producirse. El día 8 de noviembre, sin embargo, fue ejecutado en Oyarzun el sacerdote Jorge Iturricastillo.

      Una semana más tarde, el 17 de noviembre, era cesado el general De Benito que comandaba la Sexta Región Militar. El 30 de noviembre, era el gobernador militar de Guipúzcoa, Arturo Cebrián y Sevilla, el que fue destituido por una resolución directa del general Franco, quedando, en una figura atípica entre los exgobernadores militares del momento, como “disponible forzoso en la 6ª División”. La razón de su destitución esta relacionada, además, con la apertura de un expediente sobre la desaparición de dos súbditos alemanes residentes en San Sebastián, Hebert y Erwin Reppekus, padre e hijo, que debían ser conducidos a la frontera francesa de Valcarlos, escoltados por falangistas y a donde nunca llegaron[110].

      El sustituto de Cebrián fue el también coronel, pero de Artillería, Alfonso Velarde Arrieta que permaneció en el cargo hasta el 28 de julio de 1938, «persona muy respetada y querida en nuestra ciudad», ya que comandaba el regimiento de guarnición de la capital. Velarde protagonizó, a su vez, una nueva polémica, al exigir a las autoridades eclesiásticas una actuación más decidida contra los religiosos catalogados como nacionalistas. También fue conocido por un bando en el que ordenaba utilizar exclusivamente el castellano en la vía pública, para «eliminar causas que tiendan a desunir a los gobernados. (...) Como esto en nada indica menosprecio de los idiomas regionales, sino una exaltación patria que nos apiñe en las manifestaciones de nuestros entusiasmos, espero del patriotismo de todos contribuyan a ello, sin que tenga que corregir resistencia alguna»[111].

      El día 22 de noviembre, una semana antes que Cebrián, Llamas abandonó su puesto como juez instructor. Su traslado no suponía necesariamente un cese, ya que eran habituales los cambios de destino. El 10 de ese mismo mes, por ejemplo, el Auditor de División José Pérez Villamil pasó a prestar sus servicios en la Sexta División Orgánica. Lo que hacía diferente el caso de Llamas fue su propia afirmación en un escrito posterior: «habiendo salido precipitadamente de San Sebastián para tomar el mando de un Bon. en Toledo...». ¿Por qué? ¿Tuvo que ver en ese cambio de destino la nueva orientación que se dio a la estrategia represiva franquista en un intento por acabar con las indiscriminadas acciones llevadas a cabo hasta ese momento? ¿Por qué de nuevo al frente, al mando de un batallón, tras ocupar los cargos de juez militar especial en Burgos y San Sebastián? ¿Fue un “castigo” por la responsabilidad que hubiera tenido en aquellas numerosas e indiscriminadas ejecuciones, incluso de sacerdotes y religiosos? La documentación conservada en su expediente militar no nos da respuestas, pero la sanción, caso de existir, no impidió que en octubre de 1937 fuese confirmado como Ayudante de Campo del Comandante General de la Circunscripción occidental de Marruecos. Pese a los rumores que señalaban su rápida muerte, a los dos meses de salir de Guipúzcoa, como “castigo” a su actuación en San Sebastián (Sierra, 2001, 415), Llamas no falleció hasta el 4 de julio de 1938 en el frente de Castellón, en acción de guerra[112].

      El alférez Agustín Prado permaneció en su puesto hasta el 23 de marzo de 1937, momento en que inició un peregrinaje por distintos destinos en varios regimientos de protección antiaérea. En octubre de 1940, ya convertido en capitán de complemento, fue nombrado Juez Militar Especial de la Frontera de Irún, «cargo delicadísimo y de extrema confianza del Gobierno y de las Autoridades Militares». Poco después, el 15 de marzo de 1941 pasó a formar parte de la Escala Profesional del Ejército, en el Cuerpo de Intervención Militar. Aunque en algunos momentos intentó ejercer de nuevo su profesión de abogado lo hizo por poco tiempo. Ingunza, el secretario de la Junta de Orden Público, continuó en sus funciones hasta el 23 de mayo de 1937, momento en que se integró en el VII Cuerpo de Ejército en Valladolid.

      ¿Cómo entender todos estos traslados? No hay que interpretarlos necesariamente como una sanción por una gestión desacertada. Cebrián fue ascendido a General de Brigada y destinado al Cuartel General del Ejército del Norte, apenas un mes más tarde, el 8 de enero de 1937. En agosto de 1939 fue nombrado Gobernador Militar de La Coruña y dos años más tarde General de División. El sustituto del general De Benito, el también africanista Elíseo Álvarez-Arenas, sólo permaneció en su puesto hasta el 9 de diciembre (el nuevo jefe fue el general José López Pinto), pero su traslado a Marruecos, lejos de suponer la marginación del general, representó un trampolín que le condujo hasta la subsecretaría de Orden Público, a la jefatura de las fuerzas de ocupación de Cataluña el año 1939, a la Dirección General de la Guardia Civil y la Capitanía General de Valencia. En este último destino, Álvarez-Arenas se destacó por la dureza a la que eran sometidos los presos políticos, pese al tiempo que había transcurrido desde el final de la guerra; hasta el punto de que coaccionó a algunos militares que actuaban como defensores de los reos para que no ejerciesen activamente su deber (Balcells, 2001-2002).

      El 12 de noviembre de ese mismo año había sido destituido también el Delegado Militar Gubernativo de Andalucía y Extremadura, el capitán Manuel Díaz Criado, siendo destinado a la Legión, en el frente de Talavera. Hay dos versiones del cese: la primera sostiene que Díaz Criado había ordenado fusilar a un militar, pese a las indicaciones de Mola en sentido contrario (Ortiz, 1998,163). La segunda afirma que el cese está relacionado con el intento de Díaz Criado de detener al vicecónsul portugués, al que consideraba un espía, cuando en realidad trabajaba para Nicolás Franco (Espinosa, 2000). Su sustituto, el comandante Garrigós, recrudeció la represión, fusilando a muchas de las personas que habían podido escapar de las garras de Criado. Traslados y ascensos provocaron que muchos de los mandos militares implicados en la represión cambiasen de escenario. Parece sensato pensar, por lo tanto, que el general Franco se limitó a apartar a los protagonistas de las muertes más escandalosas, pero sin castigarles por lo realizado.

      De cualquier modo, desde finales de noviembre y especialmente desde finales de 1936, el número de fusilamientos y ejecuciones extrajudiciales o indocumentadas descendió notablemente, y los que se produjeron lo fueron como consecuencia de un consejo de guerra, en el que, aunque, como ya hemos comentado, no se respetaban los más básicos derechos de los procesados, sí ofrecía más garantías que el camino de las sacas. El fenómeno es extensivo a otras provincias, como Segovia, donde las sacas irregulares finalizaron a partir de finales de septiembre. En Zaragoza, poco antes de Navidad cesaron las visitas de los falangistas a la prisión situada en la Academia General Militar, aumentaron las órdenes de libertad y los juzgados militares empezaron a adquirir mayor efectividad. En la Rioja, el sistema de sacas desapareció prácticamente a partir de los primeros días de 1937, aunque continuaron las ejecuciones. El rumor que corrió por los centros de detención riojanos fue que desde Burgos, capital de la España franquista, se había ordenado detener los asesinatos extrajudiciales. Según Francisco Espinosa (Casanova, 2002, 86) las comandancias militares andaluzas recibieron en diciembre de 1936 una orden por la que los detenidos quedaban a la espera de ser sometidos a consejo de guerra. El obispo Múgica, en un escrito de enero de 1937 al Vaticano, aseguró que el 6 de noviembre se había recibido en San Sebastián un telegrama de Franco impidiendo matar a sacerdotes[113]. Aunque desconocemos la existencia de documento alguno con el que poder demostrar este tipo de afirmaciones, nos atrevemos a apoyarla, basándonos en los testimonios de muchos que padecieron prisión en las cárceles franquistas. Euzko Deya, el periódico editado por el Gobierno Vasco en París, publicó el 24 de enero de 1937 que, además de producirse una nueva ola de detenciones que provocó, a su vez, un nuevo éxodo hacia Bayona, «La sanguinaria ferocidad de las autoridades locales ha llegado hasta-el extremo, que el mismo Franco ha destituido a los guardias de las prisiones de Navarra, por haberse extralimitado en sus funciones, asesinando a los presos y cometiendo toda clase de atropellos»[114]. Franco, de hecho, sí envió una circular, el 13 de enero de 1937, señalando que en lo sucesivo se levantase atestado de todas las detenciones y se comunicasen al juzgado correspondiente[115]. Se trataría, en cualquier caso, de un proceso progresivo que no se produjo de forma coincidente en la zona controlada por los sublevados, sino que se extendió desde octubre de 1936 hasta principios de febrero de 1937. A partir de abril de ese año, todos los presos andaluces pasaron a disposición de la Justicia Militar.

      Este cambio de estrategia podía haber tenido diversas causas. Nosotros pensamos que las medidas adoptadas contra los sacerdotes o religiosos nacionalistas y sus fusilamientos o ejecuciones, tuvieron que ver de forma decisiva con este cambio de actitud. Se multiplicaron las críticas contra el Vaticano y la Iglesia Española por su falta de respuesta a estos hechos, y Franco necesitaba de la ayuda y colaboración de esas instituciones para, convirtiéndola en una “cruzada”, ganar la guerra. Las enormes repercusiones de los ajusticiamientos masivos del verano-otoño de 1936, como el caso de García Lorca, contribuyeron al cambio de actitud de las autoridades franquistas. Existen, además, otras razones: entre julio y diciembre fueron muertos los “sospechosos” supuestamente más peligrosos, tras lo que ya no era tan necesario el empleo de la violencia física para el control del territorio ocupado, la tarea fundamental estaba realizada y difícilmente se podía seguir con ese ritmo de ejecuciones o asesinatos. Otra posible razón pudo ser la eficacia relativa de esta feroz y sangrienta represión: el elevado número de fusilamientos y ejecuciones llevado a cabo de alguna forma dificultó la continuación de la estrategia represiva, ya que impidió ampliar, en base a las informaciones que los detenidos hubieran podido facilitar, los ámbitos represivos de actuación. Otro rumor aseguraba que los policías alemanes que asesoraban a los franquistas solicitaban un cambio de modelo represivo para hacerlo aún más eficaz. Aunque algo más tardío, ejemplo de este cambio de actitud fue, la creación, en abril de 1938, de la Delegación para recuperar, clasificar y custodiar la documentación procedente de personas y entidades del bando republicano, documentación a custodiar en el tan traído y llevado Archivo de Salamanca y que tenía como objetivo fundamental suministrar pruebas contra los republicanos que caían en manos de los franquistas. Javier Rodrigo, siguiendo a Julián Casanova, apunta a que a la decisión de regularizar la represión paralegal contribuyeron de forma importante tanto el alto número de prisioneros en manos del bando franquista, como la necesidad de diferenciar entre aquellos que podían pasar a luchar en el ejército sublevado y los que no y la percepción de que los presos podían ser utilizados para optimizar los recursos económicos de la Zona Nacional[116].

      Cabe, quizá, la posibilidad de que las negociaciones sobre un posible nuevo canje de prisioneros, impulsado en el mes de diciembre por la Junta de Defensa Nacional de Burgos a través de la Cruz Roja Internacional, hiciera aconsejable moderar las ejecuciones en Guipúzcoa[117]. Dicho canje que habría tenido como consecuencia, entre otras, la puesta en libertad de los presos derechistas de mayor edad (Ezquiaga, 1938, 15-17) por una parte, y los presos republicanos no beligerantes por la otra, fracasó por las reticencias que el bando sublevado ofreció a dicho acuerdo, lo que ya se manifestó en una reunión mantenida a finales de mes[118]. De hecho, Franco siempre manifestó su oposición a todo proyecto de canje que no fuera de prisioneros alemanes o italianos (Martínez de Pisón, 2005, 175).

      Un último argumento sería que el inicio en noviembre de 1936 de los enfrentamientos entre verdaderos ejércitos, superando la fase de escaramuzas y operaciones policiales que, con algunas excepciones había caracterizado la primera fase del conflicto, llevó al bando franquista a la percepción de que la guerra sería larga. Ello necesariamente hizo variar la sistemática estrategia represiva, organizada o no, que se llevó a cabo durante los primeros meses. La construcción de un nuevo aparato estatal con la creación de la Junta Técnica del Estado, en octubre de 1936, y sus instituciones adyacentes y la búsqueda del reconocimiento internacional eran incompatibles, hasta cierto punto, con una represión salvaje que no seguía unas pautas establecidas, ni algunas —muy escasas— garantías jurídicas. De hecho, en plena vorágine de fusilamientos en Elernani, la Junta de Defensa Nacional aprobó, el 24 de octubre, la creación del Alto Tribunal de Justicia Militar, antecesor del Consejo Supremo de Justicia Militar, al que se le encomendó, entre otras funciones, informar sobre las posibles conmutaciones de penas que se le solicitaran y resolver los recursos de los procesados. Su primer presidente fue el teniente general Francisco Gómez Jordana, que permaneció en el cargo hasta julio de 1937, momento en que pasó a encabezar la Junta Técnica del Estado. El 1 de diciembre se señalaron los requisitos para ejercer funciones judiciales en las Fuerzas Armadas, exigiendo la condición de letrado para aquellos mandos que no estaban integrados en el Cuerpo Jurídico.

      Un mes antes, el 8 de noviembre, se reforzó el papel del Registro de Últimas Voluntades para regular los efectos de fallecimiento y desapariciones sobre las relaciones familiares y patrimoniales, permitiendo la inscripción de los fallecidos en los correspondientes registros civiles. La disposición se inscribía en «la actual lucha contra el marxismo» y se extendía a los fallecidos en el conflicto, «fueran o no combatientes». Sus principales beneficiarios fueron los caídos en el bando nacional, incluidos los ejecutados por los republicanos, cuyos cuerpos aún no habían sido recuperados. Pese al decreto, fueron muchos los muertos republicanos que estuvieron durante muchos años calificados como desaparecidos, no pudiendo ser inscritos, cuando menos, hasta mediados de la década de los años 40. Es el caso, por ejemplo, de Raimundo de Gamboa, fusilado en Hernani, cuyo certificado de defunción tiene fecha de 7 de enero de 1944 (Gamboa, 2004).

      El único dato que no parece tener demasiada importancia en esta evolución fue el cambio de Gobernador General (una especie de ministro de Interior), Francisco Fermoso Blanco (4.10.1936/4.11.1936) por Luis Valdés Cabanillas (4.11.1936/ 31.01.1938), ya que no tuvo excesivas consecuencias en el descenso de la mortalidad represiva, fuera de un mayor control de las milicias partidistas (Orella Martínez, 2001, 39). Todo ello, en resumen, favoreció el desarrollo de una “justicia” militar menos rigurosa, más cuidadosa con las formas, aunque continuase gravemente viciada por limitaciones jurídicas, ideológicas y políticas, en la medida en que seguía siendo una justicia retroactiva, basada en tipos delictivos no existentes en el momento del Alzamiento y supeditada a la voluntad y necesidades de los mandos militares de la rebelión (Gil Bracero, 1990, 604).

      El deseo del general Franco de acaparar todo el poder también contribuyó al cambio, ya que la existencia de poderes autónomos estaba en contraposición con esa voluntad. La militarización de las milicias derechistas, decretos de 10 y 20 de diciembre de 1936, respondían más al intento de someter al control militar la designación de víctimas y de verdugos y de eliminar ámbitos de actuación autónomos que al deseo de acabar con los asesinatos (Prada, 2006, 199). «Había que concentrar en un solo poder todos aquellos que han de conducir a la victoria final y al establecimiento, consolidación y desarrollo del nuevo Estado, con la asistencia fervorosa de la Nación». No es, casualidad, por lo tanto, que la Secretaría de Guerra del Generalísimo tuviese además de tres secciones vinculadas al Ejército de Tierra, a la Marina y al Ejército del Aire, un Negociado de Justicia. Desconocemos desde qué momento, pero el propio Franco asumió la decisión de confirmar las sentencias de muerte de los consejos de guerra. De esta forma, una vez dictada sentencia, ésta era, casi siempre, aprobada por la Auditoría de Guerra de la División Orgánica o Región Militar y enviada al Asesor Jurídico del Cuartel General del Generalísimo, coronel Lorenzo Martínez Fusset, quien, según las memorias de Ramón Serrano Súñer (1977, 243244), «se presentaba, corrientemente a la hora del café, después del almuerzo, con una relación siniestra para el “enterado” de las penas de muerte por el jefe del Estado». Cualquier otro momento podía aprovecharse para dicha labor, incluso un viaje en automóvil[119]. Serrano Suñer no menciona la fecha en que se inició dicha costumbre, pero hay que tener en cuenta que él llegó a Salamanca, tras haber huido de la España republicana, en febrero de 1937, por lo que bien pudo surgir en las Navidades de 1936 o incluso desde que ocupó la Jefatura del Estado, en octubre.

 

 

 

 

[76] Andrés-Gallego, 2001, 276.

[77] Sobre el alto de Orio, Zarauz y Guetaria ver, Euzko Deya 32, 18-3-1937. En Orio murió Cosme Yañez, secretario de la Congregación de los Luises de Usúrbil, el 10 de octubre de 1936 (Egaña, 1998, 260), fusilado en compañía de varias personas, «por orden del comandante Llamas» (Iturralde, 1978, 337).

[78] “La guerra en el País Vasco”, El Nervión, 25-11-1936.

[79] Archivo del Nacionalismo. GE 496-2.

[80] [Un medio loco, que no sabía castellano].

[81] AGMA, ZN, 9/43, recogido por Barruso, 2005, 119.

[82] “Aviso”, La Voz de España, 17-9-1936.

[83] Andrés-Gallego, 2003, 37. Anexo a Documento 4-20.

[84] No hemos podido comprobar si Agustín era familiar de Juan José Prado Ruis de Gamiz, un maurista alcalde de San Sebastián en plena dictadura de Primo de Rivera, entre 1924 y 1925 y 1930 y 1931, pero no parece probable, ya que Agustín no lo cita en su expediente militar y sí menciona, en cambio, a su hermano.
     
El exalcalde fue hecho preso en el verano de 1936 y conducido a Bilbao, donde murió en el asalto a la cárcel de los Angeles Custodios el 4 de enero de 1937. El abogado tolosarra y fiscal republicano Germán Iñurritegui que lo visitó en la cárcel de Bilbao lo describió como un «hombre altanero y orgulloso de su heráldica e historial edificio» (2006, 87).

[85] Irargi. Fondo Instituto Bidasoa, C. 20/31.

[86] Aunque el padre Lacoume menciona al sacerdote José Ignacio Peñagarikano, era el padre Arín el que llevaba una respetable cantidad de dinero, entre 12 y 15.000 pesetas. Iturralde, 1978, 366.

[87] Andrés-Gallego, 2002, 228. Documento 3-129.

[88] Andrés-Gallego, 2001, 283. Documento 1-163

[89] Andrés-Gallego, 2002, 38.

[90] Andrés-Gallego, 2002.

[91] Andrés-Gallego, 2002, 409-411. Documento 2-310.

[92] R. Vinyes, “El universo penitenciario durante el franquismo” en Molinero, 2003, 175.

[93] “Encuesta sobre la guerra civil fascista en Euzkadi”, Euzko Deya 16, 21-1-1937-

[94] «Donostia, franquista desde el final del verano del 36 (...), como hoy, tenía su idiosincrasia, su negocio turístico (...) y se llevaron las ejecuciones a Hernani para que los que añadían el aspecto humano al incomparable marco natural no sufrieran los rigores de la guerra...». Iñaki Egaña en “18 de julio. La derecha victoriosa”, Noticias de Gipuzkoa, 18 de julio de 2006.

[95] Archivo Municipal de Hernani (HUA // HISTORIKOA/E-5-II-27/4. Guerra Civil 1936-1939. Relación de asesinados en Hernani).

[96] “Sons la terreur des fascistes dans le Pays Basque envahi”, Euzko Deya 32, 18-3-1937.

[97] “Guerra Civil en Hernani”, Iñaki Egaña, 20-09-2002.

[98] Un informe confidencial procedente de Bayona el 1 de febrero de 1937 acusaba a J. P. L., natural de Santander y cónsul de Haití, de jactarse de cómo mataba a los prisioneros y de los negocios de los que pensaba apoderarse en caso de triunfar. Archivo del Nacionalismo GE 403/3, 2. subcarpeta.

[99] Se trataría de Ignacio, aunque un informe del Comisariado de Orden Público de Guecho que confirma el rumor, añade «criterio particular mío es que (es) un farol que se ha tirado». Archivo del Nacionalismo. Fondo Irujo 12-1.

[100] Iñaki Egaña en Guerra Civil en Hernani. Información previa a las tareas de investigación y exhumación. Sociedad de Ciencias Aranzadi. San Sebastián 2003-

[101] Armengou-Belis, 2004, 61-63. Información basada en una entrevista realizada a José Luis Vilallonga en TV3, la Televisión Pública catalana, el año 2002.

[102] No se trataba de una singularidad guipuzcoana, porque también en otras provincias, Navarra la más próxima, existía tan macabra curiosidad. Según Julián Casanova, a veces, la asistencia era casi obligatoria, para subir en el escalafón o evitar la creación de sospechas o el establecimiento de denuncias (Casanova, 2001, 98).

[103] Euzkadi Roja 58, 18-11-1936.

[104] Según la versión de Beltxarana ambos fueron detenidos e, inmediatamente ejecutados. En su opinión, tal celeridad podría estar motivada por el deseo de suprimir testigos. En cualquier caso, hay una contradicción entre el segundo nombre citado por Luis Sierra (Emilio S.) y el apuntado por este último testigo.

[105] En “40 años después: Euskadi honra a sus muertos”, PUNTO y HORA, n° 60, 3-9 Noviembre 1977.

[106] Iñaki Egaña en Guerra Civil en Hernani, 2003.

[Ya en septiembre, supuestamente se interceptó un mensaje de Mola al jefe de la guardia civil de Valladolid, indicándole que en la carretera entre dicha ciudad y Burgos había muchos cadáveres, algunos de los cuales entorpecían el tráfico. Mola le ordenó buscar otro sitio para realizar las ejecuciones y que enterrasen a los muertos (Martín-Blazquez, 1938, 144).

[107] De hecho, consultados los libros de enterramiento del cementerio municipal de Hernani, conservados en el Archivo Municipal, no se recogen “fallecimientos” entre mediados de septiembre y mediados de noviembre.

[108] Archivo Municipal de Hernani (HUA //HISTORIKOA/E-5-II-27/15 Guerra Civil 1936 - 1939. Asuntos varios).

[109] Archivo Municipal de Hernani (HUA //HISTORIKOA/A-15-1/6. Documentación referente al cementerio 1866-1936).

[110] AGMS II GU: c-111.

[111] http://www.euskaraz.net/donoscia/gorosci/testuak/00066.htm. Ya Arellano había obligado al empresario del Teatro Principal a modificar un anuncio en el que el apellido Alcorta estaba escrito con k. Euzkadi Roja 74, 17-12-1936.

[112] AGMS. Expediente personal del Comandante de Infantería Ramiro Llamas del Toro. Los datos de los demás mandos militares también están extraídos del mismo archivo.

[113] El telegrama debió incluir alusiones a “infiltraciones masónicas”, que el obispo concretaba en la figura del gobernador militar, Arturo Cebrián, al que acusaba de masón (Esnaola & Iturrarán, 1994, 807). Las muertes de los sacerdotes acusados de nacionalistas vascos serían, así, una maniobra para alejar a los seguidores de Sabino Arana de los carlistas, fortaleciendo a la Falange frente a los tradicionalistas.

[114] “Noticias de Euzkadi”, Euzko Deya 17, 24-1-1937.

[115] AHN, Fondos Contemporáneos. Gobernación B-48936.

[116] J. Rodrigo: “Campos en tiempos de guerra. Historia del mundo concentracionario franquista (1936-1939)” en Molinero, 2003, 21.

[117] Según Pelletier (1937, 93-94), ya en noviembre se habían presentado en la cárcel dos delegados de la Cruz Roja que venían a canjear prisioneros no combatientes. Esta visita coincidió con un descenso en el número de fusilamientos. Pero no hubo medio de canjear a nadie. En Bilbao nadie sospechaba que hubiesen fusilado a los pasajeros del Galerna y el intento de canjearlos por jefes militares rebeldes no fructificó, «porque los que habían de ser canjeados estaban muertos».

[118] “La Junta de Burgos se opuso al canje de 4.000 prisioneros”, Euzko Deya 13, 10-1-1937.

[119] Sobre la “generosidad” y benevolencia del Generalísimo, véase Martín Rubio, 2005, 184-188.