PREHISTORIA Y CULTURA FUNERARIA
Anterior a todo pueblo, nación o cultura es el hombre, sujeto activo y protagonista de la Historia. Así, antes de comenzar a hablar de un núcleo de población llamado “Hernani”, debemos sondear las primeras huellas humanas en su territorio, remontándonos con ello a la prehistoria.
Las estribaciones montañosas de nuestra jurisdicción conservan una colección de testigos privilegiados de la era megalítica, es decir monumentos de piedra que son expresión de la cultura funeraria de las gentes que aquí vivieron hace varios miles de años. Dólmenes como los cuatro de Akolako-Lepua, el de Arritxieta, los dos de Igoingo-Lepua y la pareja de Sagastietako-Lepua, todos ellos en la zona de Igoain-Akola, y la serie de cromlechs de Onyi-Mandoegi: Altxista, Etzela, Ezioko-Soroa, Ezioko-Tontorra, Mulisko-Gaina y Unamene. Por último hay un túmulo también en Onyi-Mandoegi al que se denomina Etzelako-Txokoa.
Los primeros datos de enterramientos humanos en el mundo datan de la época Musteriense, en el Paleolítico Medio (75.000/60.000 al 35.000 a.C.). A este período corresponden los hallazgos en el interior de algunas cuevas del Oriente Medio y en Francia[1]. Sin embargo, en tierra vasca sólo se conocen algunos huesos aislados que informan poco de las costumbres de aquellas comunidades dispersas.
El desarrollo de la agricultura y la domesticación de los animales son los rasgos más sobresalientes del Neolítico. Estos avances técnicos producen un espectacular aumento demográfico, al que no serán ajenas las modalidades funerarias: de entonces datan las primeras necrópolis. En la vieja Vasconia apenas se conocen necrópolis hasta muy avanzado el Neolítico. Coetáneos sin embargo a las necrópolis vascas son los restos de la cueva de Marizulo en Urnieta (Gipuzkoa), donde se halló a un individuo cuya existencia terminó hacia el 5.286 (± 65) antes de Cristo (periodo Epipaleolítico). Es de destacar en este caso que el individuo aparece flexionado y acompañado de los restos de un perro y un cordero, con orientación este-oeste, posición que corresponde a un culto solar.
Dolmen de Sagastietako Lepua-I (Trikuharria).
En el cuarto milenio antes de Cristo aparecen los grandes monumentos megalíticos que albergarán también inhumaciones colectivas: los dólmenes. El dolmen se configura como un conjunto de piedras colocadas más o menos verticalmente y que soportan una o varias lajas horizontales, formando así una especie de mesa de piedra. Su nombre genérico en euskera es trikuarri, si bien reciben también otras muchas y variopintas denominaciones como sorginetxe o jentillarri. Los más antiguos testimonios de este tipo de construcciones líticas se localizan en Portugal, Bretaña y norte de Europa. El esplendor del dolmen como eje de una cultura funeraria concreta se sitúa entre el 2500 y el 1800 a.C. y su decadencia llegó con la Edad de Bronce.
Pero, curiosamente, en algunas zonas del continente se seguirá durante miles de años abandonando los cadáveres en cuevas. La razón por la cual unos entierran a sus seres queridos en cuevas y otros en el interior de los dólmenes nos son desconocidas, aunque todo lleva a pensar en distintas concepciones escatológicas o del más allá.
En Euskal Herria se conocen esencialmente dos tipos de dólmenes: los simples y pequeños, típicos de montaña, y los dólmenes ubicados al fondo de los valles o en llanuras, llamados “corredor” por su estructura rectangular a modo de pasillo y en ocasiones con una cámara. Los dólmenes de zonas bajas son generalmente de mayor tamaño que los de montaña, aunque su número es menor, ya que el 95 % de los estudiados son del tipo simple o de montaña. A este último grupo pertenecen también los de Hernani.
Al igual que la orientación de los difuntos (la cabeza en el oeste y los pies al este), también los dólmenes estaban ubicados en referencia al astro solar: los de montaña tenían la entrada mirando al este, mientras que los de corredor se abren hacia el sur. La cultura cristiana medieval heredó estas tradiciones relacionadas con cultos solares y tanto en la disposición de los enterramientos, en el traslado de los difuntos hasta su última morada, como en la ubicación de las iglesias se respetaba escrupulosamente la “orientación sagrada”.
Hacia el primer milenio antes de nuestra Era nuevas comunidades irrumpen desde el norte de los Pirineos, cuyo principal activo es el dominio de los metales. El trabajo con metales implica una forma de vida más sedentaria en castros o pequeños poblados que agrupan a varias familias, quienes ejercitan una agricultura aún rudimentaria y también la ganadería aprovechando los ricos pastos de los montes. Se desarrolla un sistema de propiedad ya más complejo y una nueva cultura mortuoria: la incineración. Los cuerpos se combustionan al fuego y sus cenizas se introducen en el interior de grandes estructuras de piedras o cromlech. El cromlech, jentilbaratz en euskera, se estructura como círculo de piedras en cuyo centro alberga las cenizas del difunto.
Los niños merecían otro tratamiento, y la mayor parte de las veces se enterraban debajo de los hogares. Sólo en el poblado de La Hoya (Alava) se encontraron 269 enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas. No hay razón para la sorpresa: en Euskal Herria hasta hace algunas generaciones, a los niños fallecidos sin bautizo se les inhumaba junto a la casa, exactamente bajo el alero. Esto se hacía para que así los santos inocentes pudieran permanecer “bajo el techo de la casa”.
[1] ARMENDARIZ, A. La idea de la muerte y los rituales funerarios durante la Prehistoria en el País Vasco. En: “Enfermedad y muerte en el pasado”. Revista Munibe, suplemento n° 8. Sociedad de Ciencias Aranzadi. Donostia, 1992, p. 15.