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El otoño de 1936 en Guipúzcoa
Mikel Aizpuru (Director) / Urko Apaolaza
Jesús Mari Gómez / Jon Ordiozola, 2007
 INTRODUCCIÓN | I. MEMORIA(S) O HISTORIA(S) DE LA REPRESIÓN | II. GUIPÚZCOA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA (1931-1936) 

 

I.
MEMORIA(S) O HISTORIA(S)
DE LA REPRESIÓN

 

      LOS PRIMEROS AÑOS TRAS LA MUERTE de Franco se publicaron numerosos trabajos sobre la Guerra Civil. Casi todos ellos planteaban la existencia de dos bandos claramente delimitados con objetivos contrapuestos, cuando en realidad uno de los escasos elementos que otorgaban coherencia interna a cada uno de los grupos enfrentados era la existencia de un enemigo común al que se decía combatir (Aguilar, 1998, 122). Pocos de estos trabajos, sin embargo, abordaban la cuestión de la represión. En el caso vasco, la represión se vinculó a la suerte de los sacerdotes represaliados y a las memorias de algunos exgudaris. Tras esas publicaciones y los homenajes, más o menos masivos, que se realizaron a los muertos en el conflicto, el estudio de la Guerra Civil y, en especial, el de la represión quedó circunscrito a un reducido grupo de investigadores, muchos de ellos, además, alejados de los círculos universitarios. Los trabajos sobre Soria (Hernández García), la Rioja (Herrero Balsa & Hernández García), y Navarra (Colectivo Afán, 1984 y Altafaylla, 1986) y, en el caso guipuzcoano, sobre Mondragón (AAVV, 1984) son un buen ejemplo de ello. En los años siguientes, diversos historiadores se implicaron en esta actividad de una forma callada, pero más sistemática, utilizando nuevas fuentes, proponiendo interpretaciones más complejas sobre lo ocurrido, teniendo en cuenta lo sucedido en otros países y publicando sus resultados en los círculos universitarios. Reig Tapia fue su pionero más claro en España (1979) y Joan Solé I Sabaté y Joan Villarroya (1983) su continuación en el caso catalán. La nueva explosión publicística con ocasión del cincuentenario del inicio de la Guerra Civil continuó, con algunas salvedades, ignorando la cuestión de la represión. El interés por lo sucedido en la zona republicana contrastaba con la escasa investigación rigurosa sobre lo ocurrido en la zona franquista y de hecho, las primeras investigaciones serias sobre la represión en la guerra y la posguerra comenzaron a aparecer en la segunda mitad de los años ochenta, una década después de que el militar Ramón Salas Larrazabal publicara su Pérdidas de la guerra. Los trabajos sectoriales de Agirreazkuenaga (1987) y Ugarte (1988) fueron las primeras contribuciones en el caso vasco. Estas aportaciones, sin embargo, ni tuvieron continuidad, ni llegaron a un público amplio, ni a los medios de comunicación[2]. Hay algunas razones que pueden explicar esta situación.

      La primera de ellas, aparentemente técnica y poco citada, es que el estudio de la represión se trata de una cuestión compleja que presenta numerosas dificultades a la hora de la investigación. Las muertes violentas producidas a lo largo de una guerra civil no dejan con frecuencia rastros documentales que puedan utilizar con posterioridad los historiadores. Las fuentes orales se convierten en la principal aportación de información, con toda su riqueza, pero también con sus vacíos, inconcreciones, parcialidades y falta de detalle. Muchos de los testimonios escritos de aquella época presentan los mismos problemas. Un ejemplo lo hemos tenido con el caso de una persona que no fue fusilada en Hernani, pero sí en el mismo periodo cronológico, el sacerdote José Sagarna. Hemos recogido nada menos que cuatro versiones diferentes sobre su ejecución, producida en el frente de Vizcaya. Según Jean Pelletier (1937, 70) Sagarna murió fusilado sin proceso, porque aunque no era nacionalista «su aldea había rechazado a los invasores». El sacerdote Miguel García Alonso escribió al cardenal Gomá, que el 22 de febrero de 1937 había escuchado en el tren a un requeté navarro decir que había participado en el fusilamiento de un sacerdote en el frente de Vizcaya, por haber sido descubierto cortando el cable de comunicación. Lo condenaron y al requeté le tocó fusilarlo (Andrés-Gallego, 2002, 101). José de Arteche (1970, 120) recogió en su diario que otro requeté, en este caso de Azcoitia, le comentó que poco después de estabilizarse las posiciones en el frente de Marquina, un sacerdote llegó a la posición desde el campo contrario. Un oficial tomándolo por espía, increpándole furioso, ordenó que fuese fusilado en el acto. El sacerdote, angustiosamente, le hizo ver que acababa de pasarse, que venía al campo de los nacionales, pero no le valió, porque el oficial mantuvo su orden inflexiblemente. El estudio más completo, realizado por un grupo de sacerdotes y publicado por Juan de Iturralde (1978, 370) afirma que Sagarna fue denunciado por un vecino de Berriatua a quien había amonestado por sus relaciones escandalosas con la maestra del pueblo. Fue acusado de nacionalista, por el que confesó algunas simpatías, lo llevaron atado con los ojos vendados al caserío Amulategui, le hicieron pasar la noche en una pocilga, se confesó con un capellán de los militares rebeldes y recibió la muerte serenamente.

      Como se puede apreciar, este tipo de investigación exige mucha prudencia a la hora de precisar los datos sobre las víctimas o los verdugos, porque el peligro de causar daño es alto, sobre todo cuando, en los años setenta y ochenta, muchos de los protagonistas todavía estaban vivos. La falta de conocimientos sobre lo sucedido era muy alta y muchos historiadores prefirieron dedicarse a otras áreas de estudio, la actuación de los partidos de izquierda o los nacionalistas por ejemplo. Existe, además, una segunda razón que, aunque técnica, tenía connotaciones políticas evidentes. La mayor parte de los archivos relacionados con la Guerra Civil estaban cerrados y los que estaban abiertos ofrecían numerosas dificultades para su consulta, incluyendo amenazas veladas a los investigadores y numerosas trabas administrativas, lo que obstaculizaba el tratamiento científico del tema (Espinosa, 2004). La propia Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio Histórico Español que regulaba el sistema archivístico no ayudaba demasiado, al establecer un plazo de 50 años para poder consultar la documentación y añadir un plazo supletorio de otros 25 años si la persona mencionada en los documentos estuviera viva. Estas disposiciones han sido utilizadas sistemáticamente por archivos como los penitenciarios o los de la Guardia Civil, para limitar el acceso a sus documentos, incluso hoy en día. Se olvida así que cada documento relacionado con la represión, además de su valor histórico o judicial, condensa un valor memorístico e identitario que acompaña y refuerza el testimonio de las víctimas[3]. La aprobación de esta ley, en tiempos del primer gobierno socialista, que obstaculizaba una labor de por sí complicada, nos lleva necesariamente a la cuestión de las razones políticas del silencio sobre la represión.

      La transición a la democracia en España fue conducida por los herederos del franquismo, bajo la tutela militar y para estos últimos, especialmente, había varios temas que no se podían tocar. La represión durante la Guerra Civil y el franquismo era uno de ellos. De hecho, un rumor sin confirmar, pero muy verosímil, apunta que durante los años 1976 y 1980, siguiendo instrucciones del Ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, se produjo en muchas provincias españolas la destrucción, afortunadamente no sistemática, de gran cantidad de documentación relacionada presumiblemente con el aparato político y represivo franquista. Un aparato que tenía su origen en la misma Guerra Civil y que continuó aplicando la legislación militar a civiles hasta el año 1978. Conviene recordar con Todorov, que toda tiranía trata de controlar la memoria, incluso la familiar, para hacer desaparecer el pasado de raíz, para eliminar cualquier elemento que pueda recordar lo sucedido y destruir cualquier rastro que permitiese denunciar el salvajismo del régimen totalitario. Por eso, es tan difícil encontrar en muchos casos documentación oficial sobre lo sucedido, particularmente en los archivos municipales o provinciales, ya que se trató de eliminar las pruebas de las responsabilidades personales en la represión.

      Las instituciones oficiales y la mayor parte de los partidos políticos mostraron escaso interés en que la cuestión de la guerra y, mucho menos, el de la represión, fuesen investigados. Esta decisión, tácita o implícita, contó con el asentimiento de la mayor parte de la sociedad que deseaba ante todo alejarse de cualquier situación que pudiese provocar una vuelta a la situación que había conducido a la Guerra Civil. La voluntad política y ciudadana coincidió así en la marginación, consciente o inconsciente, de la represión franquista y de los desaparecidos que había producido. La intentona golpista del 23-F (1981) puso en evidencia, además, la posibilidad de que hechos semejantes pudieran volver a repetirse y como manifestó el vicepresidente del gobierno Suárez, el general Gutiérrez Mellado a Felipe González, si el PSOE llegaba al poder sería conveniente que no removiera la Guerra Civil porque «debajo de las cenizas todavía quedan rescoldos encendidos». De hecho, el año 2001, el ya expresidente González reconoció que evitó cualquier conmemoración de dicho enfrentamiento cuando se cumplió el 50° aniversario, durante su primer mandato como presidente[4] y los actos se limitaron a encuentros de historiadores. Incluso a finales de los ochenta, asentada la convivencia sobre bases pacíficas y democráticas, se respiraba todavía un temor bastante general a abordar la violencia franquista y resultaba muy difícil sacar a la luz a sus verdugos. Algunos investigadores han denominado “pacto del silencio” o “pacto de la amnesia” a esa falta de interés (Preston, 1999, 162). La denominación ha dado origen a una polémica sin fin.

      ¿Hasta qué punto necesitaba la Transición silencio y olvido? ¿Cómo se podían congeniar el consenso necesitado por los políticos para salir del franquismo con el recuerdo de lo sucedido? ¿Por qué se confundió la amnistía política con la amnesia histórica, el perdón con el olvido? Según Michael Richards (1999, 6), durante la posguerra el olvido del pasado reciente, además de ser impuesto por el franquismo, fue utilizado como una estrategia de supervivencia tanto en el ámbito personal como en el colectivo. Se introdujo una especie de acuerdo tácito de olvidar lo sucedido que se convirtió en una condición indispensable del proceso de transición política, pero también en un instrumento que prolongó la supremacía de los vencedores sobre los vencidos. Para el historiador alemán Walther Bernecker, la Guerra Civil española ha condicionado las conciencias de las generaciones posteriores, por sí misma y por la durísima represión de posguerra, pese a los intentos del franquismo de eliminar la España vencida de la memoria colectiva. Por eso sorprende la escasa atención que tras la muerte de Franco se ha dedicado al tema, o a la eliminación de símbolos franquistas en calles y cuarteles. La razón es la no existencia de una clara ruptura democrática con la dictadura franquista, la confusión entre un revanchismo que nadie propugna y la recuperación de la historia reciente y la aparente disfuncionalidad de la evocación de épocas negativas de la historia española en plena apología del progreso y del europeísmo (1994). También la historiadora catalana Conxita Mir (2001, 19-20) ha defendido que veinte años de transición, de consenso pactado y de aparente desmemoria sólo han conseguido reforzar el recuerdo de la experiencia truncada por la guerra que, una vez asentado el proceso de cambio iniciado tras la muerte del dictador, pugna por ser reivindicada.

      Las críticas a ese olvido han sido mucho más radicales en aquellos sectores implicados en la recuperación histórica de los muertos, desaparecidos y represaliados por el bando franquista. Las actas del encuentro celebrado en Valladolid el año 2003 por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (Silva, 2004) recogen constantemente la queja por el modo en que se realizó la transición en España y, particularmente, el abandono que en los años 80, una vez consolidado el modelo democrático, se produjo respecto a la memoria de los luchadores republicanos y sus familiares. Vicenç Navarro ha sido uno de los autores que más sistemáticamente ha criticado el modelo de salida del franquismo. En ese mismo encuentro afirmó que el bienestar insuficiente y la democracia incompleta que existían en España estaban íntimamente ligadas a la política de silencio que se había seguido sobre la represión tanto durante la guerra, como en la posguerra y en la que los dirigentes del régimen dictatorial no habían expresado, salvo excepciones, ningún sentimiento de culpabilidad o de actitud autocrítica hacia el pasado. Incluso la visión de la guerra como la batalla entre las dos Españas y la equidistancia de las responsabilidades era consecuencia del dominio de las derechas en las culturas mediáticas y políticas del país. Un dominio que se había conseguido, entre otros factores, gracias a la eliminación física o la expulsión de España de los sectores más progresistas y avanzados de la sociedad española de la época republicana. El silencio mediático, televisivo, sobre la represión era otra muestra de la situación.

      Santos Juliá y el fallecido Javier Tusell han sido los principales detractores de la existencia de ese pacto de silencio. En opinión de Juliá, el pacto no existió; en cambio, se produjo una renuncia a la venganza política para conseguir fortalecer el nuevo sistema político (2006). Para Tusell, durante la transición no se produjo una amnesia; al contrario, se publicó mucho sobre la guerra, aunque es cierto que no tanto sobre la represión. Los gobiernos de aquella época y los posteriores renunciaron a enfrentarse al pasado, porque existía una voluntad basada en la necesidad de la reconciliación, sin el olvido. También Julián Casanova (1999 7-8), piensa que existe una memoria viva de la guerra y que no es cierto que no se haya escrito nada. Lo que sucedió fue que toda memoria exige ser alimentada de forma constante y eso faltó durante algunos años, «pero siempre ha habido libros sobre la guerra, mejores o peores, tiradas largas o cortas, por toda España». Javier Pradera opina que, si bien es cierto que se ha ignorado el pasado, no es justo exigir responsabilidades colectivas a toda una sociedad por no haberse enfrentado a la dictadura (Pradera, 2000, 53).

      En los años 90, coincidiendo con la apertura de algunos archivos, se produjo un importante crecimiento de la producción historiográfica sobre la guerra[5]. Estas obras, como las publicadas hasta entonces, rebelaron, 1) la magnitud de la represión ejercida por los franquistas durante la guerra y la posguerra (la publicación del libro Víctimas de la Guerra Civil en 1999 sería su compendio más conocido) y 2) la existencia de una memoria social, hasta entonces silenciosa y silenciada, que había conservado el recuerdo de sus familias desaparecidas y que, en consonancia, con movimientos semejantes en otros países y continentes (Chile, Argentina, Sudáfrica, Bosnia) solicitaba saber qué había pasado, por qué no se le había dado la importancia debida al tema de la represión contra sus familiares y, además, querían recuperar los cuerpos de los que todavía permanecían desaparecidos.

      Paradójicamente, el movimiento para la recuperación de los cuerpos de los desaparecidos republicanos durante la Guerra Civil experimentó un fuerte impulso cuando se hizo público, en el verano de 1995, que el Ministerio de Defensa, en manos todavía socialistas, había firmado un convenio con una organización alemana para recuperar los cadáveres de aquellos españoles que habían caído en el frente ruso como miembros de la División Azul. El Gobierno del Partido Popular continuó esta política. Hay que tener en cuenta que la victoria del PP en 1996 había iniciado un intenso debate público en el que la historia, más la lejana que la próxima (conmemoraciones de los reinados de Carlos I y Felipe II, planes de estudio en la enseñanza secundaria, la identidad nacional, etcétera), tuvo un papel muy destacado (Ruiz Torres, 2007). El gesto de apoyar la recuperación de los cadáveres de la División Azul —que no fue criticado—, unido a la pérdida del miedo por parte de la gente mayor y el deseo de sus nietos de conocer las circunstancias en las que habían desaparecido sus abuelos, facilitó la aparición de un movimiento para la recuperación de los cuerpos de los desaparecidos. Frente a los más de 360.000 euros gastados en la recuperación de los cadáveres en Rusia y la construcción de monumentos, el Gobierno español no comprometió ninguna partida para ayudar a las familias de los represaliados republicanos durante la Guerra civil en la localización de fosas y exhumación de los cadáveres. Eso no fue óbice para que esta tarea, que había tenido sus antecedentes, tanto durante el franquismo (de forma discreta), como en la etapa democrática, se reemprendiese con un inusitado eco mediático y social.

      La primera acción pública fue la excavación, en octubre del año 2000 de una fosa común en Priaranza del Bierzo en la provincia de León (Silva-Macías, 2003). La repercusión de la misma impulsó la formación de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (http://www.memoriahistorica.org). Dos años más tarde, el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Desapariciones Forzadas remitió al Gobierno español una recomendación para que investigase la desaparición a manos del régimen franquista de al menos dos casos de republicanos producida durante la guerra. La petición se hizo a través de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica que presentó 64 casos, pero sólo se aceptaron los producidos después de 1945, fecha de la fundación de la ONU. La decisión se basaba en el acuerdo de 1991 que firmó España y se había utilizado en Argentina y Chile para investigar el caso de los desaparecidos. El 20 de noviembre de 2002 el Parlamento español apoyó este tipo de iniciativas, en el marco de la primera declaración conjunta del Congreso de los Diputados en contra del golpe militar de julio de 1936. La declaración condenaba el alzamiento, se hacía un reconocimiento moral a quienes padecieron la represión de la dictadura franquista y se prometieron ayudas para reabrir las fosas comunes. El texto fue resultado del consenso logrado por todos los grupos, incluyendo al PP que se había negado hasta entonces a sumarse a este tipo de iniciativas, a cambio de que no se produjesen más iniciativas parlamentarias en esa dirección[6]. La resolución, importante por la unanimidad alcanzada, fue criticada por los grupos que trabajaban en la recuperación de los represaliados por su vaguedad, falta de concreción en medidas concretas y por su posible conversión en un punto final a toda mirada reivindicativa sobre la república y la Guerra Civil. No sucedió así, porque como veremos más adelante, el tema volvió a reaparecer en la siguiente legislatura.

      Un mes antes de la declaración parlamentaria, el congreso de historiadores que se celebró en Barcelona sobre los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la Guerra Civil y el Franquismo solicitó, entre otras medidas:

 

1º) Que sea tipificada como delito la apología de la dictadura franquista.

2º) La retirada inmediata, tanto de la vía pública como de las diferentes instituciones, de todos los nombres y símbolos de la dictadura.

5º) La constitución de memoriales Democráticos que permitan recuperar del olvido la trágica experiencia de la dictadura y sus consecuencias, así como la memoria de los miles de hombres y mujeres que lucharon por la libertad, para que de esta forma se incorporen al conocimiento común de las futura generaciones.

 

      Los primeros años del siglo XXI han conocido una verdadera explosión de actividades y productos relacionados con la recuperación del recuerdo de los represaliados durante la Guerra Civil y el franquismo: asociaciones, homenajes, excavaciones de fosas, documentales, trabajos históricos, obras literarias, conciertos, discos, etcétera. La proliferación llegó hasta el punto de que, además de las críticas al concepto de memoria histórica utilizado por muchos de los promotores de estas actividades y que analizaremos un poco más adelante, empezaron a aflorar críticas, fruto en ocasiones de un sentido patrimonial y exclusivista derivado de los años de trabajo en solitario, sobre el exceso de asociaciones «en busca de la subvención perdida». También han aparecido reflexiones sobre la orientación política de muchas de las mismas, situadas en el extremo izquierdo del espectro político y con un concepto de la memoria histórica que no busca, a través del conocimiento de lo sucedido, la reconciliación entre los herederos de aquellos bandos[7]. Se trataría más de un discurso político sobre el pasado que memoria propiamente (Juliá, 2006).

      Las explicaciones sobre la razón de este despertar del interés por la Guerra y la represión han sido variadas y contrapuestas, pero coinciden en el peso de la situación política del momento. Para Paloma Aguilar, pionera en los estudios sobre memoria de la Guerra en España, la ruptura del pacto de no instrumentalización política del pasado franquista en los últimos años se ha debido más a una decisión estratégica de las fuerzas de oposición al gobierno del PP que a una necesidad social (2003). Olvida, sin embargo, que las fuerzas políticas, el PSOE, en particular, se resistió a hacer suyas propuestas relacionadas con la Guerra Civil (Molinero, 2003, 28). En cambio, para Francisco Espinosa sería la consecuencia de una doble ruptura. En primer lugar, se habría quebrado el consenso sobre el modo en que se había producido la transición, rechazándose la idea de que verdugos y víctimas se podían colocar a la misma altura y que era posible pasar de la dictadura a la democracia sin ejercer una acción de justicia y sin examinar el pasado. Algunas de las reacciones del PP ante la publicación de cada vez más libros sobre la represión franquista mostraban que muchos de los hijos del régimen no estaban dispuestos a renunciar a su pasado y, en consecuencia, tampoco los perdedores de la guerra podían desprenderse del suyo. La aparición de las obras de Pío Moa en torno a 1996-97 eran (segunda ruptura) la respuesta de la derecha española a la proliferación de aquellas obras (Reig, 2003). Si el PSOE había tratado en la década de 1980 de no mirar hacia atrás, la situación a finales de los noventa era que el debate sobre la memoria histórica estaba más vivo que nunca. La derecha, además, no estaba dispuesta a reconocer que los cuerpos depositados en las fosas comunes tenían el mismo derecho que los vencedores a gozar de una sepultura digna y por ello manifestaba su desazón ante cualquier noticia relacionada con las fosas. Entre los muchos comentarios que podrían recogerse, hemos seleccionado el del consejero navarro de Bienestar Social, Deporte y Juventud que afirmaba que a los jóvenes que habían nacido después de 1981 no se les podía hablar «ni de transición, ni del franquismo, ni de la guerra del 36, ni de los fusilados». El eco del movimiento por la recuperación de los desaparecidos estuvo además motivado por la cancelación de las hipotecas de la transición, la desaparición del miedo a la involución y la insatisfacción por la democracia realmente existente.

      El interés por los desaparecidos tenía otro foco de explicación, pero situado más allá de las fronteras españolas. Estaba relacionado con el cuestionamiento de un viejo principio del Derecho Romano: el carácter retroactivo de las leyes, que impedía juzgar con criterios actuales actuaciones pasadas. La primera manifestación de ese cuestionamiento fue el juicio de Nuremberg contra las autoridades nazis en 1945, pero ha continuado creciendo con ritmos y fuerza desiguales. Sus manifestaciones más evidentes se han producido en Argentina y Chile con la anulación de las leyes de punto final y de amnistía con las que pretendían protegerse las respectivas dictaduras militares; pero no son los únicos casos, si tomamos en cuenta los debates que se han producido en la Unión Sudafricana o en algunos de los antiguos países comunistas de la Europa del Este o las Comisiones de la Verdad que han surgido en algunos países centro y sudamericanos (Godoy, 2002). Para el politólogo Juan Carlos Monedero (Silva, 2004, 141) estas peticiones se inscriben en una concepción de la democracia que incorpore la idea de dignidad y de calidad. De este modo, un sistema democrático estaría verdaderamente consolidado cuando además de los criterios formales (elecciones libres y derechos), existe una cultura cívica que permita a los ciudadanos reclamar a los gobernantes y participar de forma activa en la toma de decisiones. Según esa tendencia es deber de los Estados garantizar el derecho de las víctimas a saber, el derecho de las víctimas a la justicia y el derecho a obtener reparación (Nizkor, 2004).

      En el caso español, se dio la paradoja de que la Justicia española solicitó la extradición de diferentes personas de Chile y de Argentina, acusadas de haber cometidos delitos contra ciudadanos españoles durante las dictaduras militares de aquellos países —el de Pinochet fue el ejemplo más conocido—, pero se resistía a aplicar el mismo principio dentro de sus fronteras. Como denunció Amnistía Internacional ya en el año *2002, la ley de amnistía de 17 de octubre de 1977 que incluía «Art. 2º e) Los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta Ley y f) Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas» se había convertido en una verdadera ley de punto final. Aunque, según la legislación internacional, los crímenes contra la humanidad no prescriben; como señaló el forense argentino Luis Fondebrider, especialista en la investigación de los desaparecidos en crímenes contra la humanidad, tanto en casi todos los países iberoamericanos en los que actuaron las denominadas comisiones de la Verdad, como en otros continentes, era sorprendente ver lo poco, “casi nada” que había hecho el estado español para investigar su pasado. El objetivo de las investigaciones, además, debía ser doble, encontrar la verdad y que se haga justicia. En una conferencia ofrecida en la Sociedad de Ciencias Aranzadi insis- , tió en que había pasado demasiado tiempo para que las labores de recuperación tuviesen eficacia, por la desaparición de los testigos y la pérdida de memoria de los mismos. El forense destacó igualmente la escasa colaboración de los estados, fuese cual fuese su color ideológico, en el desarrollo de este tipo de investigaciones[8].

      Decíamos unas líneas más arriba que las excavaciones en León fueron el germen de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. La utilización del término Memoria, en contraposición al de Historia, es precisamente una de las características que definen a dicho movimiento[9]. No se trata, además de un elemento que afecte a las cuestiones relacionadas con la Guerra Civil, sino que, desde algo más de una década, se ha introducido en todo el mundo desarrollado, desde Sudáfrica y América Latina hasta los antiguos países socialistas, tanto en el lenguaje de los medios de comunicación, como en el de la propia producción historiográfica (Peiró, 2004). La predilección de la utilización de dicho término en lugar de Historia obedece a diversas causas: la propia trivialización de la Historia, cuyo principal uso público es la conmemoración de acontecimientos y grandes personajes a los que se despoja de sus elementos negativos, ha ayudado a la sustitución. Otras razones están relacionadas con el fenómeno de la globalización, con la sensibilidad compensatoria ante la erosión y pérdida de la identidad local o con el final de los metarrelatos y de la Historia con mayúscula (Erice, 2005). Cada vez hay más obras históricas escritas con el objetivo de remover la conciencia de los ciudadanos, abandonando una concepción de la historia que busca explicaciones, pero no cuestiona el pasado. La propia gravedad de muchos de los sucesos que se abordan en los procesos de recuperación memorísticos, que algunos de sus protagonistas han definido como indescriptibles por definición, y la falta de documentación existente sobre ellos, ha provocado, en muchas ocasiones, que las aproximaciones desde el mundo de la creación, de literatos, cineastas, pintores, etcétera, sean tan abundantes como las provenientes del campo de la Historia. La creación aporta así un conocimiento distinto al del conocimiento científico, pero conocimiento al fin y al cabo, que se puede definir mejor como memoria que como Historia.

      El uso excesivo y abusivo del concepto de memoria, según John Gillis, le hace perder significado en proporción directa al aumento de su uso retórico (Carreras, 2006). El término memoria histórica es equívoco y necesita ser reconducido por el historiador para conseguir cierta imparcialidad procedimental. De hecho, el concepto de memoria histórica acuñado por Maurice Halbwachs en la primera mitad del siglo XX insistía, no en su carácter espontáneo, sino en su carácter construido (2004). Frente a una Historia, con mayúsculas, que Halbwachs reputaba como única y científica, la memoria era una elaboración colectiva, más o menos subjetiva, realizada desde el presente y utilizando materiales del presente, sobre el pasado. La memoria individual se alimenta desde la memoria colectiva, aunque cada persona la interioriza a su manera, transformándola, creando así un puente entre el pasado y el futuro. La memoria es aquello que un individuo o un colectivo recuerdan de lo que pasó, se construye a través de las actuaciones individuales y la vivencia subjetiva de lo sucedido y a través de la selección de los mensajes sobre ese periodo. La memoria histórica tal y como se entiende hoy en día pretende construir un discurso sobre el pasado, pero ese discurso no se basa únicamente en la búsqueda del conocimiento y de la verdad; pretende asimismo impulsar el homenaje a ciertas personas, cuyo comportamiento se presenta como modélico y trata de reparar, cuando menos moralmente, una injusticia. De este modo, la memoria histórica trata de reforzar la relación afectiva con el sujeto y hechos recordados. Ello exige, muchas veces, silenciar determinados episodios de la trayectoria del individuo, grupo o acontecimiento sujeto de la rememoración, porque no todos los episodios presentan la coherencia debida. De hecho, la vida, individual o colectiva, se caracteriza por más o menos contradicciones, vacíos, errores, etcétera y nadie quiere que se aireen demasiado.

      En contraposición, la Historia, que obviamente también es susceptible de ser manipulada, pretende reconstruir el pasado desde la exigencia y la sujeción a los hechos, aunque estos no nos gusten y desde el sometimiento a una disciplina que intenta determinar una verdad científica. Halbwachs añade que la historia se sostiene sobre la escritura y la referencia de acontecimientos que no necesariamente se ligan a la memoria colectiva. El historiador francés Antoine Prost distinguía entre la historia, «construcción de un relato que da coherencia a los hechos en su encadenamiento», y la memoria, «acumulación de referencias yuxtapuestas» o «amontonamiento interminable e imposible de todo el pasado entero». La historia además exige distanciamiento y voluntad de entender y de explicar, lo que no siempre es compatible con la memoria viva. Prost señala igualmente que el deber de memoria coincide generalmente con una afirmación identitaria; lo que no sucede generalmente con la Historia, que busca una comprensión posible del pasado, consciente de la relatividad de su propio compromiso (2003, 99-100).

      El uso del concepto de memoria como sinónimo de historia, es aceptable si incluye un discurso crítico e insiste en la subjetividad, no si pretende convertirse en el eje único de la razón y esencializa el pasado. La memoria como depósito de la verdad histórica que hay que recuperar es una idea opuesta a lo que los científicos sociales piensan sobre la cuestión, ya que la memoria colectiva no se recupera, sino que se reconstruye. En palabras de Enrique Gavilán, los historiadores también rechazamos o, cuando menos, cuestionamos, que la memoria histórica sea algo objetivo, casi físico, que proporciona una información fiable sobre el pasado y que sea algo comunicable sin mayores reflexiones (Silva, 2004, 57-65). La memoria tiene los mismos problemas que la historia cuando quiere recuperar el pasado y mayores dificultades cuando quiere representarlo (transmitirlo).

      No han faltado, por otra parte, los filósofos y los historiadores que han relativizado el valor de la memoria. Manuel Cruz (2005, 124), por ejemplo, opina que el recuerdo obsesivo del pasado puede debilitar el análisis del presente e incluso hacer peligrar nuestra relación con el futuro. La memoria es una de las fuentes de nuestra personalidad, individual y colectiva y contribuye a crear y conservar nuestro sentimiento de grupo. Pero también puede ser una forma de negar nuestra propia autonomía. Dar excesivo peso a los acontecimientos del pasado, en especial a los negativos dificulta construir el futuro. Por ello, la memoria debe tener la autonomía suficiente para escapar de un pasado concebido como de lectura única, evitando convertirse en el escenario de una batalla por la política como espacio de conflicto y pluralismo. Por otra parte, la reivindicación absoluta de la memoria puede estar debida a una visión nostálgica del pasado como compensación a un presente poco satisfactorio, a la ausencia de autocrítica y una reducción moralista que, de forma paradójica, iguala todas las experiencias y facilita la culpabilización de víctimas y verdugos, convirtiendo a ambos grupos, al mismo tiempo, en autores y sujetos de lo sucedido.

      Los movimientos ciudadanos por la recuperación de la memoria han centrado sus objetivos en la reivindicación de las víctimas del franquismo. Pero, la misma historia de la Guerra Civil, de la posguerra, de la Transición e incluso de la época actual nos demuestra que sería mucho más adecuado hablar de memoria(s), porque el recuerdo de lo sucedido no es igual para todo el mundo y cada grupo tiene su propia memoria del pasado, mucho más cuando hablamos de una guerra civil. Las memorias, como las personas, señalaba Santos Julia, son diversas y, de forma frecuente, se encuentran en conflicto entre sí. La utilización del concepto de memoria histórica, en singular, conlleva, además, el silenciamiento de las víctimas de la represión republicana, tanto de la sufrida por los elementos derechistas, como por aquellos que se alejaron de la ortodoxia mayoritaria en cada momento. Estas reticencias al concepto de memoria histórica no implican, como han apuntado muchos de los autores que se han dedicado a esta cuestión, que se rechace la necesidad de investigar la historia de lo sucedido o que no haya que recuperar los cuerpos de los desaparecidos. También hay que reparar moral y, en la medida de lo posible, materialmente, a todas aquellas víctimas que llevan 70 años sufriendo las consecuencias de una guerra que inició parte del ejército español al sublevarse. Pero ha de hacerse partiendo de la pluralidad de razones y situaciones realmente sucedidas.

      En cualquier caso, el término de memoria histórica se ha asentado con éxito en el lenguaje mediático y popular, hasta el punto que cuando el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero inició la elaboración de una ley para tratar la situación de las víctimas, creó una comisión, el 23 de julio de 2004, que tenía por objeto «reparar la dignidad y restituir la memoria [las negritas son mías] de las víctimas y de los represaliados que desde el inicio de la Guerra Civil y hasta la recuperación de las libertades [el franquismo no existe en los documentos oficiales], sufrieron cárcel, represión o muerte por defender esas mismas libertades». La comisión inició sus trabajos sobre las funciones que se le habían encomendado: realizar un estudio sobre las medidas adoptadas hasta entonces por los diferentes gobiernos en favor de las víctimas; elaborar un informe sobre los datos existentes en archivos públicos y privados y elaborar un anteproyecto de ley[10]. Mientras tanto, la presión social consiguió que el Parlamento retomase el debate sobre la cuestión de la memoria, proponiendo que el año 2006 fuese declarado Año de la Memoria Histórica. Pese a que el PP intentó que en lugar de ese término se utilizase el de Año de la Concordia, finalmente, en julio de ese mismo año (alguien comentó que se trataba del medio año de la memoria histórica) se aprobó la proposición que declaraba «el año 2006 como Año de la Memoria Histórica en orden a reconocer y homenajear a todos los que de una forma u otra se esforzaron para conseguir un régimen democrático, dedicando su vida o sufriendo persecución por este motivo, y a comprometer a los poderes públicos en la promoción de actos conmemorativos de esta efeméride».

      Ese mismo mes, julio de 2006, el Gobierno aprobó el anteproyecto de ley propuesto por la comisión de estudio, tras casi dos años de análisis, entrevistas con 40 asociaciones y más de 700 documentos analizados. La iniciativa, que había sido bautizada, incluso por medios que se habían manifestado críticos con el concepto, como Ley dé la Memoria Histórica, generó sus primeras polémicas un año antes, por el retraso de las deliberaciones y porque se filtró que el objetivo de la futura ley sería que «contente a los dos bandos y no sirva para abrir heridas, sino para cicatrizarlas»[11]. El cambio de actitud estaba motivado por la oposición frontal del PP al proyecto original y la polémica social provocada por la retirada de una estatua de Franco existente junto al Ministerio de Fomento. La nueva orientación quedó manifestada en el propio título del texto jurídico: “Ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”. El proyecto, que todavía está en tramitación, suscitó una fuerte oposición de las organizaciones que habían luchado por la dignificación de las víctimas republicanas, por su vaguedad, la equiparación que realizaba entre los muertos de ambos bandos, al referirse a todos los que «directamente padecieron las injusticias y agravios producidos por unos y otros motivos políticos o ideológicos», la no anulación de las condenas y sanciones impuestas, aunque se reconoce su carácter injusto o el desplazamiento al ámbito privado de la tarea de localizar fosas y recuperar los cuerpos. La presentación del texto reconocía, además, que no era tarea suya

 

fijarse el objetivo de implantar una determinada “memoria histórica”, de que no le corresponde al legislador construir o reconstruir una supuesta “memoria colectiva”. Pero sí es deber del legislador y cometido de la ley, consagrar y proteger, con el máximo vigor normativo, el derecho a la memoria personal y familiar como expresión de plena ciudadanía democrática.

 

      Mientras se producían estos debates, en el caso vasco, el movimiento de recuperación de los cadáveres tuvo su epicentro en la guipuzcoana Sociedad de Ciencias Aranzadi. Tres de sus investigadores (arqueólogos y antropólogos) participaron en la excavación de Priaranza del Bierzo. A partir de ese trabajo, miembros de dicha sociedad comenzaron a excavar en el País Vasco para localizar fosas comunes. La información proporcionada por los testigos de los enterramientos suele carecer de exactitud en la mayoría de los casos, y no se suele conocer la identidad de los enterrados; todo ello hace que se trate de un trabajo arduo y complicado. Tuvieron gran eco las excavaciones realizadas el año 2002 en Zaldibia y Mondragón, en septiembre y en octubre, que posibilitaron la localización de dos cadáveres en cada fosa. La repercusión de estas actividades favoreció la creación de diversas asociaciones, que como la Asociación de familiares de fusilados y desaparecidos de Navarra denunció que la política de reconciliación de la transición sólo había afectado a las élites políticas y que el cierre de las heridas exigía la recuperación de los cadáveres enterrados en fosas comunes.

      El Gobierno Vasco, por su parte, creó el 10 de diciembre de 2002, una “comisión interdepartamental para investigar y localizar las fosas de las personas desaparecidas durante la Guerra Civil”, presidida por el director de Derechos Humanos de la Consejería de Justicia. Se trataba, como reconocía el texto del decreto de creación de dicha comisión de

 

ofrecer un reconocimiento público de respeto a las personas ejecutadas en la Guerra Civil española y a sus familiares, que repare, al menos moralmente, el dolor y la injusticia que durante más de medio siglo han sufrido en silencio.

      Reabrir formalmente este reconocimiento es una deuda que toda la sociedad tenemos con los familiares y herederos de aquellas personas que perdieron la vida, lo perdieron todo y quedaron, además, en el ostracismo de los perdedores. No se trata de reabrir heridas, no queremos buscar culpables, ni víctimas, nada más lejos de la intención de este Gobierno. (...) Se trata de ofrecer un trato de igualdad y una justicia histórica a los que, en silencio, han sufrido larga e intensamente una cruel e irremediable ausencia.

 

      El director reconoció que algo así en el periodo inicial de la Transición «hubiera sido inimaginable por la tensión que se hubiera derivado de un proceso así». El Gobierno Vasco ofreció un número de información para los familiares y ante el alto número de peticiones, inició la colaboración con la Sociedad de Ciencias Aranzadi que culminó con la firma de un convenio el 8 de julio de 2003 gracias al cual Aranzadi se encargaría de investigar histórica y documentalmente los aspectos necesarios para identificar a los desaparecidos y localizar los lugares de enterramiento que serían en su caso excavados siguiendo los métodos arqueológicos.

      La actuación en el terreno histórico-institucional tuvo un campo complementario en la propuesta realizada desde el Instituto Bidasoa para honrar mediante la concesión de una medalla y la construcción de varios monumentos conmemorativos a los últimos combatientes republicanos[12]. De forma complementaria, aumentaron las denuncias contra el mantenimiento de los símbolos franquistas en edificios oficiales y, en particular, contra el conocido como Monumento a los Caídos de Pamplona, inaugurado en 1952 y, desde 1998, propiedad municipal. El ayuntamiento de la capital de la Comunidad Foral de Navarra rechazó la propuesta que solicitaba ocultar los símbolos franquistas. Al mismo tiempo se organizaron diversos homenajes, tanto a los muertos en la guerra, como, por ejemplo, a los participantes en batallones de trabajadores. En algunos casos, los actos que se celebraban desde hacía bastante tiempo, como el de Cortes en Navarra, adquirieron mayor relevancia. En el caso guipuzcoano, los actos principales se vivieron el año 2004, con el homenaje a los fusilados en Andoain en abril y el dedicado por la Diputación Foral, en mayo, a los empleados que habían sido depurados tras la caída de la provincia en manos de los sublevados. Los familiares de los represaliados en la zona del Alto Deva continúan organizando anualmente un acto en su honor que se ha completado con nuevas exposiciones, videos y reediciones de libros.

      La labor de Aranzadi ha sido alabada por la mayoría de los actores sociales y políticos y periódicamente ha ido dando cuenta de sus actuaciones. Así, en mayo del año 2004 informó que había recibido 350 llamadas desde toda España sobre personas desaparecidas en la Guerra Civil. Pocos meses más tarde, dio cuenta de la existencia de 44 emplazamientos en la CAV, 21 en Guipúzcoa, 12 en Vizcaya y 11 en Álava. En marzo de 2005, el lehendakari Ibarretxe agradeció públicamente la gestión de la Sociedad Aranzadi, afirmando que con las excavaciones y con las tareas investigadoras no se trataba de abrir heridas, sino de cerrar una deuda humana, de gratitud democrática, política y social. La propia sociedad, que ha recibido varios premios por su gestión, ha subrayado el interés con el que las familias de los fallecidos recibieron la iniciativa y las muestras de agradecimiento que expresaban cuando se les entregaba un informe con los datos reunidos sobre las personas afectadas. Según su secretario general, Juantxo Agirre, los familiares además de manifestar que ya era hora de realizar este tipo de acciones, sufrían una verdadera catarsis o una liberación, cuando después de tanto tiempo, podían sacar a la luz su historia, ya que muchos de ellos habían estado durante 40 años con miedo en su propio hogar, sin querer hablar sobre lo ocurrido, con una vivencia muy trágica en el seno de su familia, intentando ocultar su historia. En muchas ocasiones, hasta este momento no se habían atrevido a contar lo que había sucedido ni a su propia familia. En su opinión, lo que demandaban los afectados era algo tan simple como que la sociedad Aranzadi confirmase que lo que ellos decían era cierto. Además, conocer el sitio donde estaban enterrados era muy importante para las familias de los muertos.

      Paralelamente a estas acciones, la Consejería de Vivienda y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco, en manos del líder de Ezker Batua, José Luis Madrazo, inició, a instancias del Parlamento Vasco, un proceso para indemnizar a las víctimas del franquismo excluidas de las anteriores convocatorias realizadas por el Gobierno central en el año 1990 y en 1992. Se trataba, como en ese caso, de ayudas económicas, pero sin entrar en la discusión del reconocimiento de la falta de legitimidad de las autoridades que habían impuesto las penas durante el franquismo, competencia del Parlamento español. Un decreto publicado en noviembre del año 2002 abrió un camino que rápidamente se manifestó lleno de dificultades. El objetivo era bienintencionado y pionero en el caso vasco. De hecho, el presidente de Euzko Gudarostea, la asociación de antiguos gudaris, y exmiembro del BBB del PNV, José María Ochoa de Chinchetru, reconoció en una entrevista al diario Berria la labor del consejero Madrazo por conceder indemnizaciones a las víctimas del franquismo y señalaba que el PNV no había hecho nada en ese sentido. No parece, por tanto, que «el mito de la superior magnitud de la represión en el País Vasco, cuidadosamente alimentado por el discurso nacionalista» (Aguilar 1998 135) hubiese sido muy operativo, al menos a la hora de conceder indemnizaciones a las víctimas. Las vicisitudes del decreto Madrazo, sin embargo, lastraron profundamente los objetivos perseguidos (Urquijo, 2006).

      En efecto, pese a que informes previos de historiadores habían indicado los problemas que existían para conseguir esa certificación (Barruso, 2004), la disposición legal exigía que los interesados en recibir las ayudas debían demostrar que habían sufrido privación de libertad durante al menos seis meses en un establecimiento penitenciario, disciplinario o campo de concentración. Por otra parte, la cantidad presupuestada para las 8.680 peticiones que finalmente se presentaron, era claramente insuficiente y, por último, la rigidez de la comisión de valoración provocó que gran parte de las instancias presentadas en el año 2003 (casi un 70%) no fuesen aceptadas. Diferentes ampliaciones de la convocatoria aumentaron el número de indemnizaciones concedidas, pero dejando fuera todavía un número de peticiones significativas y habiendo creado un clima de gran malestar entre los afectados.

      El rechazo al modo en que se resolvió la convocatoria se articuló en una serie de organizaciones, Geureak 1936, la primera de ellas, que surgió con el objetivo de ayudar a los posibles beneficiarios a conseguir la documentación necesaria para presentar la solicitud. La intensa campaña que realizaron contra el consejero Madrazo, además de dar a conocer masivamente el problema, condujo a la división de la misma. Al mismo tiempo, aparecieron nuevos grupos que, junto al tema de las indemnizaciones, cuestionaron diversos aspectos de la política del Gobierno Vasco sobre el tema de la memoria. Su actividad se ha centrado en un doble eje: la defensa de las reivindicaciones de las víctimas del franquismo y la promoción de la memoria histórica. Finalmente, en febrero de 2007, 11 de esos grupos formaron la coordinadora Lau Haizetara con el objetivo de aumentar la capacidad y fuerza de sus reflexiones y propuestas. Entre sus preocupaciones se hallaba el hacer frente al proyecto de ley presentado por el Gobierno socialista, al que consideraban como otras asociaciones, una verdadera ley de punto final[13]. Entre otras preocupaciones y exigencias, estos grupos han cuestionado que sea el Departamento de Bienestar Social y no el de Justicia el que se encargue de estos temas, sin que haya desarrollado más actividades que el decreto mencionado; critican la falta de un plan integral para estudiar y recoger la memoria de las víctimas de la represión; solicitan la anulación de los juicios de la época; solicitan la restitución de los patrimonios incautados, plantean la fundación de un archivo de la memoria histórica, y que se recuerde lo sucedido tanto en el ámbito educativo, como en el cultural.

 

 

 

 

[2] Sobre la historiografía de la Guerra Civil en el País Vasco, véase Pablo (2003).

[3] Algunas reflexiones sobre los archivos y el mundo de la represión en González Quintana, 1999; Jelin & Silva Careta, 2002; Manrelli, 2003; Saz, 2003 y Viciano, 2003.

[4] El País, 24-2-2001. Frente a esa afirmación, en el único discurso que hizo sobre esta cuestión en 1986, el presidente dijo que la Guerra Civil era definitivamente historia. Bernecker, 1994, 68.

[5] La marca de salida de la nueva producción fueron Historia y Memoria de la Guerra Civil (1988) y Justicia en guerra, editada por el Ministerio de Cultura en 1990. Sobre la producción historiográfica en torno a la justicia y la represión, véanse, Sagúes 1994; Moradiellos, 1999; Rodrigo 2001; Egido, 2003; Espinosa 2006; Márquez 2006 y Blanco Rodríguez, 2006.

[6] El País. 16-11-2002.

[7] Un comentario en este sentido en la lista de discusión http://arxiu-llistes.tinet.org/mllistes/gce/current/, “¿Memoria histórica?”, 12-5-2005.
     
Sobre la orientación política del Foro de la Memoria y su proximidad al PCE, http://www.nodo50.org/foroporlamemoria/documentos/2005/granada_300ó2005.htm

[8] Berria, 23-5-2004.

[9] El término memoria ha dado origen a numerosas reflexiones historiográficas. Muchas de ellas se encuentran recogidas en los monográficos que diferentes revistas de historia (Ayer 1998, Pasajes de Pensamiento Contemporáneo 2003, Híspanla Nova 2006 y 2007) han dedicado a esta cuestión.

[10] http://www.mpr.es/Documentos/memoria.htm

[11] El País, 12-9-2006.

[12] Deia, 15-11-2002.

[13] Ahaztuak 1936-1977, Andikona (de Ochandiano), Debagoieneko Fusilatuen Senideen Batzordea (Mondragón), EAE/ANV, Geureak 1936, Izquierda Republicana, Katin Txiki (Oyarzun), Asociación de Víctimas del 3 de Marzo (Vitoria), Memoriaren Bideak (Navarra), Oroituz (Andoain) y Uliako Taldea (San Sebastián). Berna, 13-2-2007.

 

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