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El otoño de 1936 en Guipúzcoa
Mikel Aizpuru (Director) / Urko Apaolaza
Jesús Mari Gómez / Jon Ordiozola, 2007

 

INTRODUCCIÓN

 

      El 15 de octubre de 1936 el jesuita y académico de Euzkaltzaindia Pierre Lhande firmó en Luxemburgo la presentación de Le moulin d’Hernani. La obra consiste en un conjunto de cuentos breves, el primero de los cuales da título al libro. La historia que se cuenta en Le moulin d’Hernani es sencilla. Una fábrica de esta localidad necesitaba un suministro regular de agua para mantener su actividad y la hija del dueño, junto con un encargado de la factoría, enamorado de la joven, encuentran un manantial en las falda del monte Onyi. Lhande conocía bien Hernani, porque fue profesor en el colegio que la Compañía de Jesús tenía en esta villa guipuzcoana, pero el lector del relato difícilmente podrá conocer algún elemento de su realidad social. La introducción de la obra, sin embargo, presenta un gran interés, ya que fue escrita en los primeros meses de la Guerra Civil española y su autor había estado muy próximo al pensamiento del nacionalismo vasco. El jesuita suletino se manifestó en esta ocasión radicalmente en contra de la actitud que dicho movimiento había adoptado en julio de ese año, colocándose al lado del gobierno legítimo de la Segunda República.

      Lhande contraponía las crestas armoniosas del monte Jaizkibel con el incendio de Irún y los fusilamientos de presos derechistas del fuerte de Guadalupe, situado en las estribaciones septentrionales de dicha elevación. Al mismo tiempo, subrayaba el contraste que ofrecían las páginas de su libro, concebidas y meditadas en el ambiente paradisíaco de Euzkadi, con las atroces realidades de los días de la nueva guerra. Pero, tras esta introducción, el escritor no dudaba en tomar partido. Los nacionalistas vascos se habían jugado el todo por el todo en una loca aventura. ¿Acaso tenían ellos el derecho de priorizar una cuestión puramente política sobre la cuestión primordial del interés religioso? Los obispos de Vitoria y de Pamplona estaban en posesión de la verdad cuando habían condenado abiertamente la alianza nefasta de los nacionalistas vascos con el marxismo, con los anarquistas y con los fusiladores de sacerdotes del Frente Popular español. Tal decisión estaba en contra no sólo de la tradición vasca, sino también de las leyes elementales de la prudencia y del sentido social. Había faltado alguien con la suficiente autoridad para conseguir la armonía entre la fogosidad navarra, ávida por acabar con el Frente Popular y la embriaguez guipuzcoana-vizcaína, enloquecida por la autonomía. Un poco de sangre fría y mucha diplomacia habrían podido unir a ambas ramas vascas, hermanas de sangre, religión y lengua. Lo fundamental era mantenerse católicos y vascos, pues de lo contrario existía el peligro de perder la religión, la lengua y la autonomía. El nacionalismo vasco, con su política de alianzas, había puesto en peligro, incluso en el País Vasco Norte, el futuro de la raza, de su integridad y el de la lengua milenaria. Sólo abandonando la quimera del autonomismo, podía el movimiento creado por Sabino Arana, retornar a la tradición que había creado a San Ignacio de Loyola y a San Francisco Javier.

      Apenas un año y unos meses más tarde, sin embargo, el mismo padre Lhande que había escrito las líneas precedentes presentaba ante el cardenal Mercier y la sociedad católica parisina el coro y el grupo de danzas Elai-Alai, creado por el Gobierno Vasco que había surgido gracias a esa autonomía tan denostada por el jesuita suletino. ¿Qué había pasado para que se produjese ese cambio de actitud aparentemente tan radical? Lo resumía él mismo en breves palabras, lo que había sucedido a los vascos era un hecatombe y una pesadilla.

      Los primeros episodios de la Guerra Civil, ampliamente difundidos fuera de nuestras fronteras, daban cuenta del descontrol existente en la zona que se había mantenido leal al régimen republicano y de las múltiples matanzas de las que habían sido víctimas miembros de los partidos derechistas, militares comprometidos más o menos con la sublevación y, de forma espectacular, numerosos miembros del clero católico. Era esa realidad la que había hecho escribir su introducción al padre Lhande. En contraposición a la misma, los medios conservadores europeos subrayaban el orden que se respiraba en la retaguardia del bando sublevado. Pero en los mismos días en que intentaba reponer su maltrecha salud en el Colegio Jesuita de Luxemburgo, sus paisanos labortanos estaban empezando a conocer una realidad muy distinta. En efecto, si desde los primeros momentos del alzamiento militar iban llegando al País Vasco Continental gran cantidad de refugiados procedentes tanto de Guipúzcoa, como de Navarra, a partir de finales de septiembre el número se redujo de forma extraordinaria y también cambiaron las noticias que traían. Cientos, cuando no miles, de navarros y guipuzcoanos estaban siendo asesinados por los militares rebeldes y sus aliados civiles, carlistas y falangistas fundamentalmente.

      Las tropas sublevadas que habían entrado en Hernani, descendiendo precisamente del monte Onyi, para ocupar casi de forma inmediata San Sebastián, eligieron la villa del Urumea como uno de los lugares de ejecución de sus adversarios políticos entre finales de septiembre y comienzos de noviembre de 1936. ¿Cuántas personas murieron o fueron sepultadas en esta localidad? Como veremos a lo largo de este trabajo, muy probablemente nunca lo sabremos. El 17 de junio de 1958 el jefe del puesto de la comandancia de la Guardia Civil de Hernani indicaba en una comunicación al Gobierno Civil de Guipúzcoa que en el cementerio de la localidad estaban enterradas siete personas fusiladas por las tropas franquistas. Se trataba de los sacerdotes Martín Lecuona, Gervasio Albisu, José Ariztimuño, José Adarraga y Celestino Onaindia. Se añadían, no sabemos por qué razón, los nombres del donostiarra José María Elizalde y del alcalde de Aya, Gabino Alustiza. A continuación, el informante añadía:

 

      Se hallan enterrados juntamente con los reseñados anteriormente unos 190 individuos más aproximadamente, cuyos nombres se desconocen totalmente, los cuales también fueron ejecutados por las Fuerzas Nacionales.

 

      Desconocemos la fuente de información del suboficial que redactó el escrito y la solidez del número apuntado, pero buena parte de los datos que hemos reunido apuntan igualmente en esa dirección. Un total de 8 sacerdotes y como mínimo 130 personas murieron en diversos lugares de esa población en los meses del otoño de 1936. Es improbable que Lhande conociese siquiera a los sacerdotes enterrados en Hernani, salvo a José Adarraga, adscrito a la parroquia local, de 55 años, pero seguro que había oído hablar de José Ariztimuño Aitzol, sacerdote propagandista del ideario nacionalista vasco. La noticia de su fusilamiento, producida sólo dos días después de que Landhe firmase su introducción, debió provocar una conmoción en la mente del jesuita y le obligó a reescribir con sus actos las palabras introductorias de Le moulin d’Hernani.

      Durante muchos años, el cementerio de Hernani fue sinónimo de muerte de Aitzol e incluso cuando en 1977 se celebró el primer homenaje público a los allí asesinados, los sacerdotes ejecutados tuvieron un protagonismo que excedía evidentemente su importancia cuantitativa. Durante casi treinta años después de la desaparición del general Franco, el recuerdo de lo sucedido en 1936 se basó, en buena medida, en la memoria silenciosa de los familiares de los fallecidos, que sólo alcanzó la esfera pública en alguna de las ceremonias realizadas por diferentes instancias en rememoración de los ejecutados. El año 2002, sin embargo, y en pleno despertar de lo que se ha venido en llamar la memoria histórica, el ayuntamiento de Hernani decidió recuperar los nombres y los cuerpos de los allí enterrados, dando inició así a un proceso del que este libro es la culminación.

      La Sociedad de Ciencias Aranzadi, institución que se responsabilizó en primer lugar de dichas tareas, detectó dificultades para identificar los restos humanos enterrados en las fosas comunes del camposanto, tras varias obras que habían removido profundamente la estructura del subsuelo del cementerio, Este hecho dirigió la atención de las autoridades municipales hacia la investigación puramente histórica, firmando el año 2004 un convenio de colaboración con el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco. A raíz de dicho convenio se formó un equipo de investigación dirigido por Mikel Aizpuru, profesor de la universidad y compuesto por el director del proyecto, el archivero municipal Jesús Mari Gómez, Urko Apaolaza, licenciado en Historia y periodista, y el también periodista Jon Odriozola, licenciado en Sociología.

      La tarea a desarrollar se enfocó desde un doble punto de vista. En primer lugar, se trataba de contextualizar los fallecimientos de Hernani en el ámbito de la represión durante la Guerra Civil y las peculiaridades que ésta ofreció en el caso vasco. Eso implicaba, a nuestro entender, explicar, brevemente, el debate existente hoy en día sobre el tema de la represión y la recuperación de la memoria histórica; mostrar las características sociopolíticas de Guipúzcoa antes del inicio de la guerra, describir el desarrollo de la misma en este territorio y analizar las diferentes modalidades que tuvo una represión que no acababa con las condenas a muerte o las ejecuciones. Estos aspectos se han estudiado en ambos bandos, aunque dando una importancia más destacada, por su magnitud y duración en el tiempo, a la ejercida por el bando sublevado. Puede sorprender a algunos lectores esta atención a la represión republicana y merece una explicación.

      Nuestro trabajo pretende narrar y explicar lo sucedido en Hernani. No, como en una ocasión mencionaba Enríe Ucelay, para extraer los huesos de los fusilados y arrojarlos a la cara de los enemigos ideológicos, sino porque como historiadores debemos movernos entre dos sentimientos: el de pensar que el salvajismo de las actuaciones de la Guerra Civil no responde a ninguna lógica, por su enorme sinsentido y, al contrario, intentar situar lo sucedido en el marco de una lógica cruel, pero racional. Nosotros no pensamos que los dos bandos practicasen el mismo tipo de violencia, aunque ambos recurrieron a ella matando a numerosas personas y causando sufrimientos a muchas más. Tampoco creemos que se pueda comparar cuantitativa o cualitativamente el daño causado por unos y por otros, ya que, como señalaba María José Souto, se trata de aritméticas aproximadas, producto de fuentes y métodos de recogida de datos distintos y en situaciones difícilmente equiparables. Pero coincidimos con Santos Juliá, cuando afirma que no se puede conceptualizar, sin más, la violencia fascista como un hecho previamente elaborado, mientras que la violencia revolucionaria tendría un carácter meramente reactivo. La violencia de ambos bandos era anterior a la guerra y buscaba positivamente la eliminación del contrario. Pensamos, asimismo, que la crueldad de muchas de las acciones republicanas sembraron el terror entre los indiferentes y los alejó de una República que necesitaba a todos sus apoyos. El rechazo generado por el salvajismo de la represión franquista fue demasiado débil, como para que influyese en la marcha de la guerra. Obviar ese pasado puede ser desazonador para los que lo vivieron o para sus familiares, pero es necesario para entender lo que verdaderamente sucedió.

      En segundo lugar, teníamos que identificar al mayor número posible de personas que habían sido ejecutadas y/o enterradas en Hernani. Queríamos ofrecer a los familiares de las personas desaparecidas durante la Guerra Civil la información más amplia posible, ya que, ni durante el franquismo, ni durante los 30 años posteriores han recibido información oficial sobre sus familiares, ni por qué los mataron, ni dónde o cómo los ejecutaron, ni tampoco sobre dónde están enterrados. Además de las instituciones oficiales, los historiadores, por lo menos los que cobramos del erario público y somos especialistas en la Edad Contemporánea, estamos, de alguna manera, en deuda con dichas personas, porque hemos dejado a un lado el estudio de esta cuestión, polémica, complicada y dificultosa y hasta hace poco tiempo, cuando ha sido analizada, lo ha sido por particulares o por investigadores alejados de las universidades y de los centros de investigación. Para conseguir ese fin, el punto de partida del equipo fue el informe de la Guardia Civil de 1958, produciéndose una situación paradójica. Conocíamos, aparentemente, el número de los fallecidos, pero no su identidad; sabíamos dónde habían sido enterrados, pero no de dónde procedían. Por el contrario, en la mayor parte de las investigaciones sobre las muertes y desapariciones de la Guerra Civil se conocen los nombres de los fallecidos y sus localidades de origen, pero hay discrepancias sobre su número total y el lugar de su muerte. Nuestra labor implicaba, por lo tanto, una reconstrucción al revés: partiendo del cementerio de Hernani debíamos encontrar el camino que había llevado a los fallecidos hasta dicho lugar. Las dificultades a las que nos hemos tenido que enfrentar para ello han superado de manera amplia nuestras expectativas iniciales y es por ello que las conclusiones que ofrecemos a lo largo de las páginas de este libro son forzosamente provisionales.

      Tres son las fuentes utilizadas de forma habitual por los historiadores que se han dedicado al tema de la represión durante la Guerra Civil. El primero de ellos es el testimonio de los familiares de los fallecidos o de testigos que vivieron los acontecimientos. Se trata de un canal fundamental, porque en muchas ocasiones, son la única fuente que nos puede dar cuenta de la desaparición de una persona, ya que este hecho no quedó registrado muchas veces en los archivos oficiales. El contacto con los familiares nos ha permitido, además, conocer su dolor y apreciar que 70 años después del inicio de la guerra, las heridas todavía no están cerradas, porque, como señalaba Ignacio Martínez de Pisón, las familias de muchos muertos no han podido guardar luto por ellos, ni pudieron llorar por ellos en su debido momento. No contaron siquiera con la posibilidad de releer la última carta de su marido, padre o hermano, porque en la mayoría de los casos éstos no sabían que iban a morir esa noche. Sus datos, sin embargo, en nuestro caso, son insuficientes y difícilmente contrastables. Las muchas personas que se han puesto en contacto con nosotros o con la Sociedad de Ciencias Aranzadi, que ha centralizado, gracias a un convenio con el Departamento de Justicia del Gobierno Vasco, el tema de los desaparecidos durante la guerra, saben evidentemente que sus allegados fueron detenidos o sacados a la fuerza de sus domicilios, pero desconocen, en muchos casos, qué sucedió con los mismos y, sobre todo, no pueden asegurar que fuesen asesinadas en Hernani con total exactitud. Oyarzun o el monte Ulía, los otros centros importantes, bien pudieron ser el escenario de su muerte.

      La segunda fuente es la obra de otros historiadores. Aunque la Guerra Civil en el País Vasco cuenta con numerosos trabajos, sigue siendo un campo abierto a la investigación y uno de los vacíos más importantes ha sido hasta hace poco tiempo, el dedicado al tema de la represión. Contábamos con los trabajos pioneros del grupo de sacerdotes vascos Euzko Apaiz Taldea y los que tuvieron como objetivo los fusilados y desaparecidos de Navarra, pero en el caso de la actual Comunidad Autónoma Vasca la lista se limitaba a libros de testimonios de presos o a casos locales, como los de Mondragón y Andoain. La situación empezó a cambiar el año 1998, cuando el equipo dirigido por Iñaki Egaña publicó La Guerra Civil en Euskal Herria, en la que se dedicaba un amplio espacio a dar cuenta de las personas fallecidas a consecuencia de las acciones de los militares sublevados y de sus colaboradores. Esta obra, con las salvedades que apuntaremos más adelante, ha sido una fuente primordial de datos para nuestra investigación. El año 2005, Pedro Barruso publicó otro trabajo fundamental, sobre la violencia y represión en Guipúzcoa durante la Guerra Civil y primer franquismo. El territorio alavés, que ya en los años 80 había visto la publicación de algunos artículos escritos por profesores de la Universidad del País Vasco, ha conocido igualmente la aparición de varios trabajos que han demostrado la importancia que la represión tuvo también en Álava. El último de ellos el publicado por Txema Flores e Iñaki Gil Basterra. Vizcaya sigue siendo la provincia huérfana en este campo. Los huecos que esta relativa falta de dedicación han tenido en el terreno historiográfico vasco han hecho que hayamos dirigido nuestra mirada en más de una ocasión a otras provincias que vivieron una situación semejante a la guipuzcoana. Además de los trabajos generales sobre la represión (Juliá, Casanova, Molinero, etcétera), los libros de Santiago Vega sobre Segovia, el de Carlos Gil Andrés sobre la Rioja y el de Julio Prada sobre Ourense han sido referencias ineludibles para nosotros.

      El tercer grupo de fuentes esta formado por los aportes documentales. Es aquí donde hemos sufrido nuestras mayores decepciones y también donde hemos creído encontrar la confirmación a una de las teorías que más se repetían a la hora de narrar lo sucedido. En efecto, la principal característica que ofrece el caso de Hernani, desde el punto de vista documental, es la falta de documentación sobre el mismo. Ni los archivos civiles, ni los militares, ni los religiosos parecen conservar la documentación que se tuvo que generar en torno a la detención, encarcelamiento y posterior ejecución de cientos de personas. La situación es muy diferente en otras provincias, donde se conservan las actas de los consejos de guerra militares contra los encausados, la correspondencia de los Gobiernos Civiles, los expedientes carcelarios o incluso las anotaciones de los capellanes de las prisiones o del Instituto Provincial de Higiene. En el caso guipuzcoano, sólo se conservan algunos expedientes carcelarios (depositados en la prisión de Martutene) y los papeles relativos a los consejos de guerra (depositados en el Archivo Militar Intermedio de El Ferrol), pero en estos últimos no existe ninguna referencia a las personas que sabemos fueron ejecutadas en Hernani. La no existencia de esa documentación puede ser debida, ciertamente, a la tradicional desidia con la que, normalmente, se ha tratado a los archivos españoles o puede ser consecuencia de la política de expurgos y destrucción de documentación que se realizó entre los años 1976 y 1980 para intentar ocultar las pruebas de las acciones del régimen franquista. Nosotros nos inclinamos, como expondremos de forma detallada más adelante, a pensar que la mayor parte de los fallecidos en Hernani no contaron con las mínimas garantías procesales y que por ello, en una fecha desconocida, pero muy probablemente, en plena Guerra Civil, se destruyó o se ocultó dicha documentación. Nos sumamos, por lo tanto, a aquellos que afirmaron que junto a los represaliados que fueron sometidos a consejos de guerra, otros muchos, los fusilados en Hernani entre ellos, no fueron juzgados, sino que su muerte fue decidida de forma completamente alegal, incluso si olvidamos el pequeño detalle de que la legalidad franquista se había originado en una sublevación contra el Gobierno legítimamente constituido en julio de 1936. Sí hemos encontrado, en cambio, información indirecta en archivos que conservan listados y denuncias de casos, aunque no necesariamente material documental. Los escasos datos que hemos obtenido de los archivos oficiales han servido, por lo tanto, para confirmar, rechazar o matizar informaciones que hemos obtenido por otras vías.

      No hemos podido consultar los archivos oficiales de la Iglesia Católica, porque sus reglamentos disponen que, salvo excepciones, la documentación no puede ser consultada hasta que transcurran 75 años desde el momento en que fue generada y “sólo” han pasado 70 años desde el comienzo de la Guerra Civil. El Archivo Diocesano de Vitoria, que debería contar con importante documentación, como mínimo, sobre el fusilamiento de los sacerdotes, y el de Pamplona permanecen con las puertas cerradas para los investigadores. No sabemos siquiera si esa documentación existe. En el caso navarro, el obispo Olaechea, que llegó a crear una especie de oficina de atención para los familiares y amigos délas personas detenidas por los sublevados, se llevó consigo buena parte de esos documentos al ser nombrado obispo de Valencia y hoy en día descansan en el archivo salesiano de esa ciudad, hasta que se cumplan 50 años desde la muerte del obispo, lo que se producirá el año 2022. Contrasta esta actitud con la del propio Archivo Secreto Vaticano que el año 2006 puso a disposición de los investigadores la documentación del Papa Pío XI, que murió en 1939 o la de la Iglesia argentina que ha limitado la reserva del depósito a treinta años.

      Todas estas dificultades, a las que podríamos añadir la falta de coordinación entre diferentes instituciones oficiales y las suspicacias que despierta indagar sobre una cuestión tan delicada y, al mismo tiempo, novedosa en el campo de la investigación, no nos pueden hacer olvidar el agradecimiento hacia todas aquellas personas e instituciones que nos han ayudado en una tarea mucho más larga y dificultosa de lo que preveíamos cuando iniciamos nuestra andadura. Queremos dar las gracias, en primer lugar, a los familiares de los fallecidos, sin su aportación, sin sus testimonios o los documentos que nos han proporcionado, este trabajo no hubiese podido cumplir su objetivo fundamental, dar cuenta de los fallecidos en ese atroz otoño de 1936. El ayuntamiento de Hernani y, en particular, su alcalde José Antonio Rekondo, nos ha apoyado en todo momento y ha mostrado una alta comprensión hacia los retrasos que se producen en este tipo de trabajos. Juantxo Agirre, Paco Etxeberria y el equipo de la Sociedad de Ciencias Aranzadi nos han facilitado buena parte de nuestra investigación con sus tareas previas y con el constante intercambio de documentación y opiniones que hemos realizado a lo largo de la misma. Abel López de Aguilera, director de Estudios y Régimen Jurídico del Departamento de Justicia del Gobierno Vasco, nos ayudó a desbrozar algunos caminos. José María Gamboa y Jean-Claude Larronde del Instituto Bidasoa pusieron a nuestra disposición el original de su libro, cuando todavía no estaba publicado. Pedro Barruso nos ha aconsejado en el camino de la investigación y nos ha proporcionado algunos datos de difícil localización. Muchos archiveros y bibliotecarios han contribuido a que diverso material llegase hasta nuestras manos. Quisiéramos destacar especialmente la ayuda de Cristina Díaz de la Biblioteca del Campus de Álava de la Universidad del País Vasco, Iñaki Goiogana, del Archivo del Nacionalismo, a Ander Manterola, del Instituto Labayru y a Carmen Alonso, del Archivo Histórico Nacional de Madrid. Aunque pueda parecer sorprendente, dada la imagen pública que se ha ofrecido de ella, la Fundación Nacional Francisco Franco no puso ningún impedimento para que pudiésemos consultar sus fondos digitalizados, aunque siempre nos quedará la duda de saber dónde se conservan otros muchos documentos que necesariamente debieron pasar por la mesa del general Franco. La atención que hemos recibido en los archivos militares también ha sido una muestra del cambio a mejor que se ha producido en esa institución. Amigos, familiares y colegas han padecido a lo largo de la elaboración de este libro, los comentarios, neuras e inquietudes de los autores. A todos ellos, muchas gracias. Usoa Wyssenbach ha traducido parte de los textos de un libro escrito a ocho manos y en dos lenguas. Esto ha originado diversos problemas, uno de ellos era la transcripción de los apellidos de los protagonistas, cuya grafía ha ido cambiando con el tiempo. La opción adoptada ha sido mantener la grafía original de los documentos, salvo error manifiesto o el deseo de sus familiares de que se actualizase la transcripción. Todo ello ha necesitado una revisión exigente, realizada por Arantza Bilbao, que también se ha encargado de otra parte de la traducción. A ambas nuestro agradecimiento.

      Decíamos en sendos momentos de esta introducción que los resultados de esta investigación son provisionales y que probablemente nunca sepamos con total exactitud cuántas personas murieron en Hernani. No quisiéramos, sin embargo, ni hacer desaparecer la esperanza de sus familiares, ni minusvalorar nuestro propio trabajo. Creemos haber utilizado todas las fuentes que estaban a nuestra disposición, pero somos conscientes de que todavía puede haber archivos públicos o privados que contengan información sobre esta cuestión. Sabemos que no será posible recuperar todos los nombres, por los problemas de ocultación de la información o las deficiencias a la hora de anotar los nombres. Tampoco nos interesa aumentar de forma artificial e interesada, la lista de los fallecidos. Tanto como detallar el número de fallecidos, importa que su recuerdo no desaparezca, porque ése era uno de los objetivos que perseguían los sublevados el 17 de julio con los asesinatos paralegales. En la medida de lo posible, hemos sometido los datos que reuníamos a una verificación crítica, lo que ha hecho que bastantes nombres que en otras obras u documentos aparecían como “muertos en Hernani” hayan desaparecido de nuestra lista. Esto no quiere decir que no fuesen represaliados por los militares rebeldes, sino que pensamos que no lo fueron en Hernani. No estamos obsesionados, por lo tanto, con lo que alguien, despectivamente, llamó “contar muertos”. No creemos haber encontrado todos los muertos, pero cada nombre que hemos encontrado, como cada cuerpo que se extrae de una fosa anónima, además de ser representante de una sociedad y de una generación que vivió una experiencia terrible, es una forma de devolver al fallecido y a su familia la dignidad que pretendieron hacerle desaparecer aquellos que los mataron y los enterraron de esa forma. Porque como decía el escritor anónimo, Bordagain, en el periódico Euzko Deya, al dar cuenta del asesinato del sacerdote José Marquiegui:

 

      Ainbeste gizon argi ta biozdun galtzen ari gera guda zital au militar españarrak piztu zigunetik, nun, ez bai dakigu oraindik galeraren aundia neurtzen; ez bai dezakegu —gure naigabe ta oñazeen erdian— joan zaizkigun adizkide guztien izenak aipatu bederik[1].

 

 

 

 

[1] Estamos perdiendo tantos hombres inteligentes y bondadosos en esta guerra cruel que provocaron los militares españoles, que todavía no sabemos medir la importancia de la pérdida, porque no podemos —en medio de nuestro dolor y pesar— siquiera mencionar los nombres de todos los amigos que se nos han ido.
     
Bordagain, “José Markiegi, Apaiza”, Euzko Deya 44, 22-4-1937.